Se juntan seis mujeres de edades comprendidas entre los 35 y los 85. Una bandeja de nachos y quesadillas con guacamole y una excusa habitual: el amor a la literatura. Del grupo destaca la mujer mayor. T. Delgada, elegante, vasca distinguida y de ojos vivaces, se ha apuntado sin dudar al plan de cenar con unas desconocidas. “Yo nací para la amistad”, nos advierte. Y enseguida, mirándonos a todas delante de su Coca Cola, “No envejezcáis nunca”.
Las cinco reímos la gracia. Pero no, lo ha dicho absolutamente en serio, y entonces nos juramentamos por turnos.
-Yo no creo en las canas. Tengo una amiga que no cree y a los sesenta no peina ni una.
-Yo no creo en los achaques. Si no hablas de ellos, no existen.
-Yo no creo en la fuerza de la gravedad. Un buen sujetador y a correr.
La mujer mayor, una diosa, comienza a desgranar aspectos de su vida como quien habla del tiempo. Sin afectación ni solemnidad. Se casó con un hombre que prefería a su hermana y era terriblemente celoso. “Al final nos separamos pero seguimos viviendo en la misma casa y durmiendo en la misma habitación. Cada uno en su cama y sin sexo”. De sus seis hijos, tres ya murieron. “Dos por las drogas, eran esos años y se engancharon los pobres”. Las cinco mujeres no pestañeamos, asombradas de que tantas heridas puedan enhebrar un relato nada trágico. El recuento de una vida en la que todo suma y define unos contornos excitantes.
Ella prosigue y nos regala frases como “mi padre era un padre periférico” o “me gusta hablar de sexualidad, pero no de eso que oí el otro día en la residencia de mi hermana, que decían almeja al sexo femenino y polla al pene. No me gustan las verdulerías, pero tampoco me enfado, eh?”.
Tras el fracaso matrimonial, T. cambió de ciudad y se puso a estudiar psicología pasados los cincuenta. Había vuelto a nacer, libre e independiente, y compartía mesa en la facultad con una de nosotras, a la que se acababa de encontrar por azar en la conferencia sobre Virginia Woolf que nos había reunido a todas. (Efectos mágicos del grupo de Bloomsbury).
-Para no envejecer tenéis que cultivar la mente, alimentar la curiosidad y practicar deporte.
Seis mujeres, unas quesadillas y un inadvertido escalón generacional. Unidas por una buena historia que no impide que ataquemos las cervezas con determinación, y que preguntemos sin desmayo, convencidas de que hemos venido a aprender.
-¿Nunca volviste a enamorarte?, quiero saber
-Nunca. Bueno, ayer estuve con un hombre que… Pero a lo que iba, os tengo que contar lo de mi hijo. Cuando murió era un desconocido para mí, pero me di cuenta de cómo lo quería tanta gente que iba a verlo al hospital. Había mucho amor, mucho, y eso me hizo muy feliz. Los padres nunca conocemos bien a los hijos y al revés, ¿verdad?
Al final de la noche T. nos cuenta que no vive sola, sino con uno de sus hijos supervivientes. “Tiene el sida, por las drogas, ya sabéis, pero bajo control. Y desde que murió su hermano le ha dado por salir a las montañas. Es su vida y su pasión.”
Las cinco mujeres enmudecemos. Conscientes de estar asistiendo a un espectáculo de superación tan bestia que no nos queda otra que babrazar a T. a la salida como a nuestra amiga más íntima. Ella, a cambio, nos da las gracias de corazón por el rato que ha pasado.
-Yo sé que he nacido para la amistad. Ni se os ocurra envejecer.