“Si la vida tiene un fundamento sobre el que se apoya, si es un tazón que llenamos, llenamos y llenamos, entonces mi tazón, sin la menor duda, se apoya en este recuerdo. Es el recuerdo de yacer medio dormida, medio despierta, en la cama del cuarto de niños en St.Ives. Es el recuerdo de oír las olas rompiendo, una, dos, una, dos, y llenando la playa con salpicaduras de agua. “Virginia Woolf. La vida por escrito”. Irene Chikiar Bauer. Ed. Taurus.
El país de la infancia. De eso habla el capítulo del libro que emprendí anoche después de contemplar, maravillada, el atardecer inmenso de un cielo de Madrid diseñado para el asombro del urbanita que se empeña en mirar la punta de sus pies sobre las aceras. ¿Cuál es el fundamento de mi vida, si hubiera que reducir todos los ingredientes a un guiso? Y pensé que ya lo tenía, J me lo había mandado en una foto retrato: Una cazuela conteniendo un libro, el mío, unos zapatos de tacón de piel reptil y una cerveza fría. Menudo fundamento, pensaréis, pero el camino de cada amanecer hacia el trabajo, las horas muertas al techado cuando hay tiempo y peleo contra el cielo que se rasga para acoger el primer rayo de sol, ese que me devuelve a los otros, a la rutina y al chorro ardiente de la ducha, es tan intrínsecamente yo como las palabras que pienso, imagino y escojo entre muchas otras o el placer asumible de un trago frío de esa bebida amarga que tanto me costó apreciar y ahora idolatro. Esfuerzo al trote, escritura y hedonismo. “Eres caprichosa, niña”, me decías ayer, y yo sólo quería merendar una leche merengada antes de ir al Retiro. Otro lugar del mapa de la infancia, el sitio donde tantas veces mi madre nos llevaba a merendar, tras un día de compras. Y relamerme los bordes blancos del bigote, como hacía de pequeña, y devorar una ensaimada de nata deliciosa. El bollo que prefiero entre los bollos.
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