Antes, lo único que pensaba de la Vejez era que la prefería a la otra posibilidad que era morir joven, pero ahora que estoy más que llegando, las cosas se ven diferente.
En primer lugar, la Vejez no llega de la noche a la mañana; todavía puedo recordar que, cuando tenía 50-y-algo, las ‘cosas’ comenzaron a tronar (‘cosas’ siendo las coyunturas) y lo llamé ‘la edad de la matraca’. Después de que los ruidos cesaron, comenzaron los dolorcitos ocasionales: una coyuntura aquí, una vértebra allá… Mi segunda pareja me dijo con humor que si, después de cumplir los 50, te despertabas por la mañana y nada dolía, es que te habías muerto durante la noche.
Y, a menos que hayas hecho eso de ‘Morir-Joven’, el envejecer es inexorablemente progresivo, aunque hay días en que uno puede olvidarse de ello, a menos que se mire en el espejo.
Sin embargo, la realidad es siempre amable y suaviza el camino lo mejor que puede. Te quita la vista con la misma velocidad con que te pone las arrugas así que, a menos que seas tonta y te pongas las gafas para verte en el espejo, realmente no notas toda esa piel arrugada y fofa alrededor de tu cuello y boca. Asimismo, la realidad disminuye tu energía física al mismo tiempo que agrega dolorcitos y peligros a los esfuerzos más allá de una sencilla caminata matutina alrededor del supermercado empujando tu carrito (que también te sirve de apoyo sin parecer un bastón).
No obstante, es verdad que sí hay cambios. Las cosas suelen doler más frecuentemente que antes: si no es el tobillo, es la rodilla; el cuello se contrae y hace ‘crac’ cuando vuelves la cabeza rápidamente; no acaba el hombro de doler cuando te aparece un malestar en la cadera derecha al amanecer. A veces vienen uno por uno y a veces los dolores llegan todos al mismo tiempo (el tobillo, la cadera, el hombro, la rodilla), y a veces, todo desaparece y te dejan sentirte de 20 años otra vez.
Otras cosas suceden: Las fotografías dejan de ser divertidas (aunque, Dios sabe por qué, Skype parece mejorar tu aspecto) y los ‘selfies’ son absolutamente prohibidos. Comienzas a insistir en ser la persona que toma la fotografía y no la que aparece en ella. Los días del peinado perfecto desaparecen y, si tienes cabello fino y lacio como el mío, empiezas a percibir (con dedos temerosos) unos “espacios” arriba y a los lados de la cabeza donde el cabello apenas cubre. Comienzas a maldecir la creencia de que sólo los hombres sufren de calvicie. Sin embargo, debo admitir que hay cierta ventaja en ser rubia, pues hace casi invisibles a las canas… excepto en las cejas que tengo que colorear cada mañana para tapar las blancas.
Las manos son una buena medida de lo que has envejecido y algo que no podrás dejar de ver cien veces al día. Puedes maquillarte la cara y evitar los espejos; puedes hacerte crepé en el cabello para cubrir los ‘espacios’; puedes tomarte algo para aminorar las coyunturas dolorosas, pero no hay manera de encubrir la zona de desastre de las manos a menos que quieras pasarte la vida usando guantes. Aún hoy recuerdo aquél día que entré en la biblioteca donde mi padre escribía sus notas y, fijándome por primera vez en lo envejecidas que estaban sus manos, comprendí que iba a morir algún día no tan lejano. Hoy día miro mis propias manos y me tengo ternura por la forma tan mala en que he tratado mi pobre cuerpo y la manera noble en que ha respondido con buena salud e indomable espíritu. Ninguna otra parte de este fiel cuerpo está tan arrugada, ni tan llena de manchas como mis adorables manos.
Durante mucho tiempo, enfrentada a este deterioro continuo, he tenido la actitud de ‘aguantarlo con buena cara’ pero, de repente, comprendí que estaba equivocada. Este asunto del Envejecer -para decir verdad- es muy emocionante. En primer lugar, nunca lo he hecho antes y no tengo la menor idea de lo que sigue. Todo es tan nuevo, desde las arrugas a los michelines, desde los dolorcitos a las manchas. Todo pertenece al mundo de Esto-Nunca-Me-Había-Sucedido-Antes.
Me he vuelto muy consciente de mi cuerpo y me complazco dedicándole mucho más tiempo y cuidados. Encuentro que siento extrema gratitud cuando un dolor que lleva semanas o, a veces, meses, se desaparece tan incomprensiblemente como apareció. Le hablo más seguido a mi cuerpo para que entienda lo mucho que aprecio su capacidad de aguante. Casi rompí en sollozos de agradecimiento cuando colaboró con cada fibra de su ser para que yo pudiera hacer todas las caminatas en el viaje que hice a Machu Picchu. Y más recientemente, durante un retiro silencioso con Jeff Foster en Bélgica, cuando me resbalé bajando por unos escalones mojados de lluvia y mi cuerpo salió volando por los aires hasta caer de sopetón sobre la cadera derecha –que llevaba 6 meses doliéndome- tuve el enorme regalo de no romperme nada. Qué alivio fue pensar “¡Dios mío! Seguro que esta caída va a colocar todo en su lugar y todo el dolor se habrá desaparecido’”, en vez de: “¡Carajo, ahora realmente estoy frita!” Me sentí tan agradecida de que no me había roto ningún hueso, que el ligamento lastimado en mi rodilla izquierda pareció poco precio a pagar por la experiencia de volar por los aires piernas-arriba. Ahora, cuando algún dolorcito en mi rodilla me recuerda el incidente, pienso: “¡Bueno, ahí está mi cuerpo avisándome de que todavía estoy viva!”
También hay una nueva libertad y una nueva comodidad en este hecho de envejecer. Me permito cosas que no me permitía antes, como echarme una breve siesta si me siento cansada, o jugar unos partidos de solitario en el ordenador cuando he trabajado durante algunas horas, o ver una serie en televisión mientras como palomitas hechas en casa. Soy mucho más amable conmigo misma y practico la paciencia; ya no me empujo a hacer cosas que no quiero realmente hacer. He dejado de creer que “debería estar produciendo algo”. Practico la filosofía de vivir en el momento y –como leí una vez- si el momento es desagradable, pues me como un bombón.
Y hay algo más: Estoy feliz, mucho más feliz de lo que jamás imaginé que sería cuando pensaba en ser feliz. No tengo idea de qué he hecho para merecer esto, como María en La novicia rebelde, quizás en alguna parte de mi juventud o mi niñez, hice algo bueno. He llegado a conocer la serenidad; ya no estoy tratando de cambiar nada, mucho menos a mí misma. Vivo en un estado de asombrada gratitud sin fin, absolutamente enamorada de este maravilloso Universo que pasa delante de mis ojos instante tras increíble instante.