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Viaje al centro de … la Libertad.

Prueba a viajar con una maleta en la que apenas quepa un corazón puesto en hora, una cerradura sin llave y un par de sueños sin estrenar, doblados junto a un suéter de lana por si refresca. A trazar una línea imaginaria entre tus cuatro puntos cardinales y traspasar su frontera, dejando atrás primero el norte. Que un alma que viaja sin memoria vuela ligera y le rinde cuentas tan solo al viento.

Ah! Y no te olvides de llevar una moneda en el bolsillo para recordar que lo importante cae siempre del lado del azar. Cara utopía, cruz realidad.

Yo lo he hecho. Debo confesar que el suéter se me olvidó (a cambio me he traído un bonito catarro) pero este verano rescaté uno de mis sueños, uno de esos que  guardas en el cajón de los hitos que marcarán un antes y un después y que, con una pertinaz etiqueta de “pendiente” pareciera que siempre se quedan a medio camino entre eso mismo, la utopia y la realidad.  Le di cuerda y lo puse en marcha:  funcionaba perfectamente, con el mismo brío con el que se quedó suspendido un día. Mi sueño se llamaba: pasar mi cumpleaños bajo el Duomo, en Florencia. Y, con él saltando a la comba entre la quimera y la realidad, le abrí un agujero a la ilusión y me colé por él.

Un sueño al que pretendía acceder por el camino más difícil. Ese que va más allá de tres vuelos, cinco trenes y un autobús, ese que se hace precisamente traspasando la frontera de tus cuatro puntos cardinales, tocando tu techo, tus paredes, tanteándolos con los dedos para buscar la rendija por la que escabullirte y salir a campo abierto. Hoy día lo llamarían salir de la zona de confort pero no, esto esto no es salir de la zona de confort, ni de lejos se le parece, esto es otra cosa; es pulverizarla. Sí, reducirla a polvo (de estrellas, si es posible, que para eso es mágico) y hacer confetti con ella para celebrar la fiesta que es la vida. Memento vivere. Es obviar sus dimensiones, no verlas, que lo que no se ve, como lo que no se dice, no existe. Será que con el tiempo he llegado el convencimiento de que sólo cuando no ves tus propios límites puedes avanzar ligera, como una pluma. Sólo así puede llegarse al infinito.  Y mas allá.

 Cuando yo era pequeña, mi zona de confort se limitaba al espacio circundante a un puñado (de los de una mano) de personas cercanas; me quedaba quieta, esperando que su resolutividad nos moviera a ambas en la misma dirección.  Tengo una imagen nítida en la cabeza, seria allá por los cinco años: aquella tienda pequeña de la calle de atrás de mi casa, mí hermana, yo; …iba a entrar, lo juro que iba a entrar, pero no pude, me amparé en la gallardía de los mayores y le pedí a mi hermana que comprara los chupa chups sintiéndome chiquita, inmóvil. Como si un par de años insuflaran al mayor una suerte de fuerza centrífuga que te pusiera en órbita y te prestara el movimiento, además de un parapeto de algodón detrás del que poner a salvo tu timidez. Allí, en esa anécdota se fraguó un particular rol existencial contra el que me he peleado mil y una vez rebelándome.

Mi Duomo se había convertido en una cuenta pendiente cuando, truncado por esos azares de la vida que se toman su turno sin pedir permiso, fue desactivado; tres, dos, uno, cable rojo fuera, curso vital parado, y ahora tocaba armarlo de nuevo e ir a por él. No cabía plan B. Porque el curso vital sigue, vaya si sigue. Y yo con él.

Así que, este verano, esa niña incapaz de comprar un chupa chups sola embarcaba en esos tres vuelos, tomaba esos cinco trenes y ese autobús, y emprendía un viaje que iba mucho más allá del destino geofísico, un viaje que iba al centro mismo de la libertad.  Porque libertad es lo que te bombea en la sangre cuando, con una maleta y un cuaderno para escribir, viajas al otro lado de ti misma, atravesándote de lado a lado, de punta a punta. Sola, sin trampa ni cartón. Con mapas pero sin guía (ni guías), sin más raíles que los del tren; el corazón por brújula; el norte, el reto de cumplir-te un sueño, viajando ligera, sin memoria, sin tener cuentas pendientes más que con el viento. Porque te lo debes.

Y mientras haces ese viaje todo te parece más brillante, más salado, más azul, más grande, más verdad y te bebes la vida a manos llenas y, al hacerlo, tú misma te sientes más brillante, más salada, más azul, más grande, …más verdad. Y es que me he perdido en las calles de Italia* y me he reecontrado en las avenidas de mi misma para descubrir, al fin, que no hay nada que quiera hacer y no pueda pero que sí hay cosas que puedo hacer y, sinceramente, no quiero.  Y saberlo te hace libre.

He comprobado que la simpatía, la ayuda, la compañía, el calor, son conceptos, energías que no pertenecen en exclusiva a nadie pero que pueden encarnarse en todos y que están ahí, al alcance de la mano. Que no los necesitas, pero que pueden hacer agradable el camino. Que no importa si no sabes orientarte porque preguntando se llega a Roma; qué digo a Roma, a Verona, a Venecia, …¡a Florencia! y creo  que si me pongo, hasta a las estrellas, que esto es cuestión de eso, de ponerse, de respirar hondo y ponerse en marcha, y pedir chupa chups. Del sabor que una quiera.  Y todo eso te hace libre.

Y, en los escalones que te llevan a un campanario desde donde conquistas una ciudad y tus propios miedos a un mismo tiempo, sientes cómo te sobreviene la certeza de que podrías haber vivido bajo cualquiera de esos tejados que se extienden frente a tí, bajo un tejado de cualquier parte del mundo, y seguirías siendo la misma a la vez que diferente; y, sobre todo, sientes la certeza, la realidad, de que no perteneces a ninguna parte.  Y sentirlo …te hace libre.

Pero me quedo, sobre todo, con haber ganado la sensación de que no es que hayas soltado aquello que te lastraba, es que te has soltado tu misma, rompiendo los anclajes, y te has dejado SER y, por eso, ahora eres más libre que nunca.

Así es que mientras escribo este post, con un reserva de la Toscana y con el Duomo iluminado tras la ventana, a punto de que el reloj marque que estoy cumpliendo un nuevo año y, esta vez, con él, un sueño, sonríes ahíta de vida al darte cuenta de que Florencia es un chupa chups y que tú ya te has hecho mayor y no sólo cumples años, te cumples a tí misma.

Que has dejado atrás la crisálida, que te has convertido en mariposa y que has batido las alas.

Hubo un día, no hace mucho, que escribía: “Libertad lo llaman a detener el tiempo y pasar lista a los sueños, a perdonarse los miedos, recomponer el impulso y no deberle nada a nadie. Libertad lo llaman a abrir las palmas de las manos y sentir que el viento redime, y libera, y dibuja de nuevo la linea de la vida. Esta noche, en la hora suspendida que cobra su sitio a espaldas del mundo, en el instante justo en que la vida se conjuga en primera persona del singular, me reinvento libre, como un caballo salvaje, y me prometo cabalgar sin riendas el mañana.”

Y, con esas letras aún en la punta de mis dedos, fui a por ello: me reinventé libre y cumplí mi promesa: cabalgar sin riendas, sin límites; y no sólo he pasado lista a mis sueños, los he ondeado por encima de las circunstancias; he perdonado mis miedos y puedo decir que he cobrado nuevo impulso porque por mucho que se haya hundido en el camino, el Duomo y yo seguimos en pie, brindando con Champagne. Libres.

Y porque en este viaje lo más importante que he aprendido es que lo que hace que lo increíble sea creíble es … hacerlo.

Y yo lo he hecho.

En mi moneda salió cara, pero no era utopía sino realidad!

Miro la hora: presente en punto. Mi corazón ya no atrasa. La vida es In-Creíble.

Viaje al centro de… la libertad.

 

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