Hoy me he mirado al espejo… Y no me he reconocido.
Se me han caído los años encima sin haberme dado cuenta. Será que no suelo observarme. Apenas me maquillo y no soy de rutinas de belleza. Para lavarme la cara no necesito espejo y para ponerme las lentillas tampoco. Los espejos están ahí, pero yo no reparo en la imagen que proyectan.
Pero hoy lo he visto. He descubierto esas arrugas que antes no estaban ahí. Las ojeras. Los ojos apagados. Y me he asustado. No porque me dé miedo envejecer. Las arrugas alrededor de los ojos no me preocupan. Es ley de vida. Lo normal con el paso del tiempo. Lo que realmente me preocupa no es que se me arrugue la piel, sino que se me arrugue el alma y el corazón. Y eso es lo que sentí que reflejaba el espejo.
En las comisuras de los labios descubrí unos surcos que antes no estaban. Yo lo achaco al uso de las puñeteras mascarillas estos dos últimos años. El problema es que esas arrugas son tristes, no son provocadas por las risas; esas sí serían arrugas bonitas. Como decía Ángeles Mastretta en “Mujeres de ojos grandes”, los seres humanos se dividen en dos tipos: los que se arrugan para arriba y los que se arrugan para abajo, y yo quiero pertenecer a los primeros.
Quiero recuperar ese brillo de los ojos que ya no veo reflejado en el espejo. Quiero que todas mis arrugas sean para arriba, de llorar de risa, de sonreírle a la vida cada día. Así que voy a mimarme y voy a cuidarme hasta que el reflejo del espejo me devuelva la que fui.