La roca rezuma agua
sobre el rostro de barro.
Observante, guardián de nuestros recuerdos
—aquellos años difíciles—
cuando la juventud pasiflora
convertía el dolor en crème brûlée.
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Fue nuestra primera máscara
—entonces tenía melena—.
La colgamos juntos
en el triste piso de alquiler
que nos empeñábamos en iluminar,
aunque él se negara una y otra vez.
Sobrevivirá entre las flores de maracuyá,
sus cinco estambres curarán las heridas del invierno.
Sabrán que nuestras rodillas
aún albergan sueños —de pulpa hipnótica—,
las lianas necesarias para vivir de pie
sin postes, miserias ni adulación.
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[Los objetos transportan la mente
de delante hacia atrás
en un vértigo de aromas, licúan bayas mojadas.
Un shift vegetal que nos ofrece asiento
para recorrer la línea del tiempo.
Los vagones están llenos de lágrimas.]
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Y cuando las garzas maroteen las cerezas,
nos tumbaremos a verlas pasar en la atalaya de nubes.
Una copa de vino
—la vista sedante sobre el valle—
y un cucurucho de parchita fresca
para lamer con pasión las llagas del horizonte.
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Teresa Iturriaga Osa, 20/9/23.