Mientras se celebraba ayer, 25 de noviembre, el Día Internacional contra la Violencia de Género, yo estaba acabando de leer los últimos capítulos de Contra el viento, hermosa y honesta novela de Ángeles Caso. Dos protagonistas femeninas víctimas de todo tipo de abusos junto a otras mujeres, familiares o amigas, a veces sabias, a veces fuertes, a veces inocentes…
Tenemos a la primera voz, nuestra narradora, víctima del padre: “Siempre he sido una cobarde. Miedosa, asustada, cobarde. Siempre. Desde pequeña. Creo que la culpa la tiene mi padre. Fue un hombre muy cruel, uno de esos seres que pasan por la vida dejando la marca del pavor grabada a fuego en la piel de los otros. No es que nos golpease: no le hacía falta. Era suficiente su presencia, de la que emanaba una tensión repulsiva y helada. Era suficiente su voz, chillona e hiriente, y también que te mirara con aquellos ojos pequeños y oscuros, dos diminutos ojillos de reptil que parecían azotarte, causándote un dolor mucho peor que el de un latigazo. Cuando él llegaba a casa, todos los días a las siete y veinticinco en punto, nuestro mundo humano, poblado de cosas vulgares, se detenía, como si un hechizo nos convirtiera en piedra. Era la hora del miedo”.
Tenemos a su madre, el sol en las oscuridades de su infancia y la segunda víctima: “Yo agarraba muy fuerte la mano de mi madre, llena de agradecimiento, y sentía por un instante su pulso agitado junto al mío ahora al fin tranquilo, e iba a sentarme cerca de ella en la cocina, conformándome con tenerla ante mis ojos, aunque fuera en medio de aquel silencio triste que siempre la rodeaba, como un aura perniciosa que la mantuviera alejada del mundo. Mi madre llevaba la tristeza encima, igual que la piel, resignada y brillante. Pero yo la veía moverse de un lado para otro, revolver los pucheros, pelar las patatas, planchar cuidadosamente las camisas de mi padre y la ropa de mis hermanos y la mía, y aquella normalidad, aquel latido apaciguado de la vida, la propia melancolía que emanaba de ella, me hacían sentir algo que se parecía mucho a la felicidad. Allí, a su lado, en medio de las cosas comunes y luminosas, estaba a salvo”.
Tenemos a Carlina, que parió a São sola: “Era su segundo parto y fue tan rápido, tan repentino, que no le dio tiempo a avisar a nadie. Tan sólo sintió aquella humedad entre las piernas, un fuerte chorro de líquido que se deslizaba caliente por la piel hasta el suelo, y el peso de algo duro y resistente que luchaba por salir de su vientre. Sabía bien lo que ocurría. Apenas pudo coger la manta del camastro y colocarla a sus pies. Se acuclilló, empujó fuerte lanzando un pequeño grito, volvió a empujar, dos, tres veces, y allí estaba la criatura. La miró, incrédula y jadeante. Era una niña, y en apariencia estaba bien. Se revolvía como un gusano, apretando fuerte los puños, agitándolos desesperadamente contra el aire, y trataba de abrir los ojos, con el esfuerzo de alguien que regresa después de un sueño muy largo. Cuando lo logró, rompió a llorar. Un llanto agudo y seco, apagado por el ruido brutal de la tromba de agua que descargaba en aquel momento sobre la casa y la aldea”.
Y tenemos a São: “Carlina sólo la llevó con ella a Carvoeiros mientras le dio de mamar, hasta que cumplió los seis meses. Era una niña tranquila como una persona adulta, que apenas se movía, aguardaba pacientemente el momento de alimentarse y, cuando estaba despierta, parecía contemplarlo todo con un enorme interés, igual que si realmente estuviera fijándose en el comportamiento ajeno y tratase de entenderlo, fingiendo hacia él una muda indiferencia. A pesar de todo, a su madre la molestaba. Sentía que llevaba un peso enorme a sus espaldas, que acarreaba un mundo entero, con sus guerras y sus sosiegos, algo ajeno a ella misma y de lo que no quería ser responsable”.
Siendo ya, cada una a su manera, maltratadas por los sinsabores de la vida, tropezarán con la experiencia del auténtico maltratador, como siempre, lobo con la piel de cordero, que entrará sigilosamente en la vida de la joven São: “Él le había prometido buscarle una casa. Le había prometido ayudarla a encontrar trabajo. Le había prometido enseñarle cada rincón de la ciudad. Le había prometido llevarla a bailar los sábados por la noche. Le había prometido que cuidaría de ella y nunca la dejaría llorar, aunque se sintiera desanimada, aunque echara de menos las oscuras lavas de Cabo Verde y los dragos altivos, aunque alguien quisiera insultarla llamándola negra, aunque el misterioso frío del invierno europeo se le metiera dentro de los huesos y la hiciera creerse frágil e inservible. Él estaría a su lado, y ella resplandecería y se sentiría hermosa junto a su hombre hermoso y resplandeciente, y toda esa belleza sería la belleza de Lisboa, de las calles agitadas y del metro ruidoso, la belleza del cielo sobre el ancho río y de las viejas piedras doradas, la belleza de la propia vida, que la asaltaba ahora desde cualquier rincón insospechado, dejándola conmovida y vacilante”.
Fue un instante, un gesto extraño, “la boca torcida hacia la izquierda, el labio de arriba separado, dejando entrever los dientes, y algo rojizo en el fondo de los ojos, un destello del que parecían emanar rabia e ira”. Una advertencia en medio de la incredulidad, un aviso que será acallado por una segunda oportunidad… una tercera, una cuarta, un límite. Finalmente, una huida. Y en esa huida el encuentro con nuestra narradora. Dos mujeres unidas por el azar, por la necesidad, cada una con su dolor, con su miedo, pero de diferente intensidad, si es que eso puede medirse, o quizá se trate sólo de naturalezas, de resistencias, de tiempos.
Ambas se darán y se devolverán luz, cobijo, fortaleza, seguridad, equilibrio, consejo… y sobre todo, esperanza.