A J.M. Caballero Bonald
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De ti aprendí cómo se borda
el linaje del poeta.
Cuántas noches rastreando la palabra
en cornucopias de vino…
Esfuerzo inútil.
Y, al irse la gata por los tejados,
tu manual de infractores venía a combatir
el oídio de mis versos.
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Caía en el error —me decías—
de invitar al conjunto.
Había que levantar un muro de piedra
—a pelo, sin audiencia—
del que yo solo entendiera
su grieta, silencio y gravedad.
Lo suprasegmental
con turnos de habla.
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Que lo importante
fuese el reino de oscuridad,
un subjuntivo en racimo
—a modo de cascotes,
entre pilar y pilar.
Que las manos fueran mías,
la tierra, prestada,
el agua, de todos.
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Maestro, no pude comprenderlo
hasta tu muerte.
Aquel día en que algunos
te lloraban, otros te gritaban
—suplicando tarde tu perdón—,
mientras surcabas el océano
sobre una nave cartujana
y tu galope vencía al miedo.
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Teresa Iturriaga Osa