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De soledad y nostalgia

Tengo la impresión de que se ha vuelto algo extraordinario conocer a alguien en nuestros tiempos. He abandonado una ciudad otrora bulliciosa tras meses de reclusión para regresar a un pueblo donde todos me conocen mas sólo puedo aspirar a la sempiterna cordialidad en el trato. De todos (con sus pegas y sus cosas) puedo decir que son buena gente; pero no compartimos mi único impulso: un amor derrotado y retorcido por la belleza. Es trágico vivir en esta soledad, en la incomprensión, ver cómo mis intereses y mis procesos mentales distan tanto de los de mis vecinos.

La ciudad sí ofrecía algo distinto. No es que una gran urbe garantice amenos encuentros o una amistad pero hay un enorme eclecticismo  en fiestas privadas y eventos. Y he caído en otros ojos, magnéticos, como una polilla va hacia su perdición. Creo que una buena charla basta para prendarme y, si doy con un tema que apasione genuinamente a mi interlocutor –aunque siento predilección por las interlocutoras–, pierdo el tiempo y me pierdo en su vitalismo. Estaba sedienta y me embriagan sus palabras. Siento que quiero beberme esa luz, su latido.

Me sé inclinada a un cierto vampirismo pero no pretendo drenar el espíritu de quien sea más afortunado que yo –más entusiasmado–. Sólo quiero que, como en el cortejo procesional, tienda la llama de su cirio a la mecha extinta, que se derrame sellándome a la vela la cera sobre mis dedos y sentir el ardor invadiéndome, renovada.

¿Acaso no es un acto de piedad? Que otros miembros de esta hermandad de petricor, ninfas y sombras me vean cuando camino a oscuras y compartan su llama.

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