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Autoestima, un bien básico

El objetivo de la sociedad del bienestar es cubrir nuestras necesidades materiales básicas. Pero ha llegado el momento de que también garantice las condiciones para que cada persona desarrolle su autoestima: un proyecto de vida que nos llene de satisfacción moral.

No se suele mencionar la autoestima en la lista de bienes básicos imprescindibles para vivir bien. Los bienes primarios más reconocidos remiten a los llamados “derechos sociales” y son la educación, la protección de la salud, el derecho a una pensión y el subsidio de desempleo. Entre estos bienes básicos no figura la autoestima como un logro sin el cual nadie puede aspirar a ser algo en la vida ni verse con capacidades suficientes para llevar a cabo sus propósitos y hacer realidad sus sueños. Parece darse por supuesto que si alguien tiene acceso a la educación, a ser hospitalizado cuando está enfermo, a recibir una pensión cuando se jubila o a una compensación si se queda sin trabajo, todo ello es suficiente para que podamos sentirnos tranquilos y seguros de que nuestro plan de vida, sea el que sea, podrá llegar a realizarse.

En parte eso es cierto. La protección social que proporciona el estado del bienestar tiene como fin recortar las desigualdades y garantizar a todos, pero en especial a quienes no podrían obtenerlo por sí mismos, lo mínimo necesario e imprescindible para vivir bien. No se trata de una protección para vivir opíparamente, sino para que las personas puedan arreglárselas sin sentirse totalmente al margen de la sociedad en la que viven.

Pero no hace falta ser muy perspicaz ni hacer grandes investigaciones para caer en la cuenta de que alcanzar y mantener la autoestima es un poco más complicado.

No todos lo consiguen, entre otras cosas porque los derechos fundamentales cubren unos mínimos tan mínimos para algunos que solamente con estos derechos la autoestima no florece.

A lo largo de la historia del pensamiento, algunos filósofos ya consideraron la autoestima como un valor que debíamos cultivar. No le dieron el nombre de “autoestima”, que es una denominación muy de nuestro tiempo, muy propia de la querencia actual por la psicología. Aristóteles, por ejemplo, se refirió a la virtud de la “magnanimidad”, literalmente traducible por “grandeza del alma”. Magnánimo era el ser virtuoso, el que poseía las cualidades que el hombre bueno debe adquirir a lo largo de su existencia –justicia, coraje, templanza y prudencia–. El hombre bueno, porque ha sido capaz de desarrollar todos esos atributos, puede sentirse orgulloso de ser como es, una persona buena y virtuosa. Es importante destacar que, para Aristóteles, la autoestima deriva de la posesión de la virtud; es decir, que el orgullo que siente el hombre virtuoso es un orgullo con fundamento moral, es la satisfacción por haber logrado algo que es costoso y que le convierte en un modelo a seguir. Sería absurdo, pensaba el filósofo Aristóteles, que el ser virtuoso ocultara el valor de sus virtudes. No debe hacerlo, debe estar contento de poseerlas y manifestarlo. Su autocomplacencia es legítima.

De forma distinta lo vio otro erudito, varios siglos posterior a Aristóteles. Se trata del filósofo, economista e historiador escocés David Hume, en el siglo XVIII, el siglo de la Ilustración. Los tiempos eran muy distintos. En Europa, especialmente en el Reino Unido, había una democracia incipiente que pretendía acabar con los privilegios de la nobleza y el clero, reconociéndoles a todos los hombres el derecho de propiedad, que era la puerta de la libertad. Ser propietario significaba ser ciudadano de pleno derecho y permitía al sujeto estar orgulloso de ser quien era. La propiedad era la base de la autoestima.

El cambio, desde la época en que vivió Aristóteles, era inmenso. Por una parte, no era el ser buena persona lo que generaba autoestima, sino el tener propiedades. Por otra, el derecho a ser propietario y el derecho a la libertad se empezaban a proclamar como un derecho universal, aunque, en la realidad, estaba lejos de serlo.

En la Inglaterra que proclamaba la libertad y el derecho a la propiedad, las mujeres, por ejemplo, no eran libres. Tampoco propietarias, lo eran sus maridos.

Aunque la mujer superara al varón en inteligencia y capacidades prevalecía “la regla general”, afirmaba David Hume. El propietario, el que daba el nombre a sus hijos, aquel que otorgaba una identidad a la familia era el padre. Solo él podría autoestimarse.

En el siglo XX, otro gran filósofo, el estadounidense John Rawls, retomó la idea. Habló del “autorrespeto” y entendía que “las condiciones sociales para el autorrespeto” debían contarse entre los bienes más básicos que todo el mundo debía tener garantizados. ¿Qué entiende Rawls por “condiciones sociales del autorrespeto”? Dos cosas: la primera, tener un plan de vida; la segunda, confiar en poder realizarlo. Ya no era el propietario el único que podía autorrespetarse, sino cualquier persona, cualquier plan de vida era bueno siempre que se incluyera en los límites de la ley. Lo que impedía la autoestima era la impotencia, la incapacidad para hacer lo Autoestima, un bien básico  que uno quisiera hacer, la incapacidad, incluso, para pensar que uno podía hacer algo que mereciera la pena. Por eso, el Estado debía proveer las bases sociales para la autoestima. Dentro de la protección del estado del bienestar hay que contemplar también este principio: que cada ciudadano pueda tener un plan de vida realizable.

Estamos hablando del mundo desarrollado, no del Cuerno de África ni de otros lugares donde el objetivo de muchos seres humanos es sobrevivir. La autoestima es un lujo, un sentimiento que nace allí donde la preocupación por la superviviencia ha desaparecido y los individuos pueden permitirse llenar sus vidas con preocupaciones más interesantes y creativas; llegar a ser alguien, no necesariamente para destacar sobre las demás personas sino para “vivir bien”; aunque estamos en unos tiempos en que la expresión “vivir bien” como objetivo está en entredicho, especialmente para todos los que quisieran trabajar y no pueden. Aun así, en esas condiciones, los mínimos, entre nosotros, siguen estando garantizados.

No obstante, la autoestima se cultiva con algo más que los mínimos. Hay personas a las que les cuesta poco afrontar la vida con optimismo y esperanza a pesar de las dificultades. Otras tienen serios problemas para mantener la alegría de vivir. El Estado ahí no puede intervenir ni debe hacerlo. En cambio, sí debe intervenir para proporcionar por lo menos las bases para el optimismo a quienes la vida apenas les sonríe de vez en cuando.

Me he referido antes a David Hume. Él aceptaba sin escrúpulos que las mujeres no estuvieran en condiciones de sentirse orgullosas de sí mismas. El mundo estaba hecho así, unos nacían con suerte porque pertenecían al sexo fuerte. Otros –las mujeres, los esclavos, los que trabajaban apenas para poder alimentarse– habían nacido en el lado equivocado. Teóricamente todos eran sujetos con los mismos derechos, pero, en la práctica, esos derechos no les eran reconocidos. Tampoco esa multitud estaba en condiciones para cultivar la autoestima.

El progreso hacia la igualdad en los estados de derecho ha sido espectacular desde el siglo XVIII. La prueba es que un filósofo como John Rawls, cuando teoriza sobre la justicia, no entiende que un estado pueda llamarse justo si no proporciona a todos los ciudadanos las bases para la autoestima. Dichas bases no son otra cosa que el reconocimiento explícito y real de los derechos fundamentales, sin que nadie quede excluido de ellos.

No obstante, en nuestras sociedades occidentales todavía hay personas, como por ejemplo los homosexuales, que viven en una especie de clandestinidad y vergüenza por ser considerados anormales. Por su parte, la igualdad de la mujer se ha visto beneficiada por políticas activas a favor de una democracia más paritaria.

No obstante, la conciliación de la vida familiar y laboral es una de nuestras tareas pendientes, a pesar de ciertas iniciativas para conseguir una distribución equitativa del trabajo doméstico. Sin afrontarla, es difícil que las mujeres puedan emanciparse totalmente y cultivar el sentimiento de llegar a ser otra cosa que simples mujeres.

Las personas mayores, en especial las dependientes, son otro sector en el que hay que pensar a la hora de establecer las bases sociales de la autoestima. ¿Qué se puede hacer para que alguien no deje de estimarse cuando se ve discapacitado para hacer lo que siempre hizo autónomamente y sin depender absolutamente de nadie? ¿Cómo debemos cambiar todos, cómo deben cambiar nuestras costumbres para que, al llegar a esa condición marcada por la dependencia, podamos seguir teniendo autoestima?

La condición necesaria de la autoestima es la autonomía en todos los sentidos: económica, social y moral. La ética nos dice que todos los seres humanos tienen por definición la misma dignidad, pero es un hecho que no todos sienten o se ven a sí mismos como portadores de tal dignidad. Las políticas públicas, si están bien encaminadas, tenderán a ayudar a las personas más débiles, a los maltratados y a quienes viven en condiciones más adversas para que puedan desarrollar su autoestima. Pero el derecho, la legislación, no lo es todo. El sentimiento de la autoestima, como tantos sentimientos morales, lo cultiva uno mismo si sabe proyectarlo hacia lo que merece ser estimado. Es una cuestión de valores y de prioridades. Si el único objetivo es la adquisición de bienes materiales, el éxito a cualquier precio, la fama, la satisfacción inmediata de todos los deseos, la autoestima tendrá un soporte muy frágil. Si el objetivo es aportar algo para que el mundo sea más justo, la convivencia sea mejor y podamos sentirnos moralmente más satisfechos de lo que nos rodea, la autoestima se asentará en algo no solo más sólido sino menos dependiente de los reveses de la fortuna.

Un fragmento de la extensa obra del filósofo y economista inglés John Stuart Mill lo expresa a la perfección: “Quien deja que el mundo –o el país donde vive– escoja por él su plan de vida no necesita de otra facultad que  la de la imitación simiesca. En cambio, quien elige su propio plan pone en juego todas sus facultades”. Necesitamos ayudas para poder cultivar la autoestima, pero no hay que olvidar que cultivarla es también nuestro deber.

 

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