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El Punzón

La profesora de biología, es convocada a presentarse en el despacho del Sr. Director de un colegio mixto, privado, de la localidad de 9 de Julio, en la provincia de Buenos Aires. Toma asiento en una de las dos sillas de madera, de respaldo recto y sin almohadón. Erguida, apoya las manos entrelazadas sobre su regazo. Su vestido de lana marrón no contrasta con el color del enorme escritorio. Dos de las paredes están cubiertas con estantes repletos de libros de lomos de cuero desgastado por el uso y por los años. Sus zapatos abotinados, austeros, de taco bajo, se mimetizan con las maderas oscuras del piso. Por entre los postigos cerrados, para proteger el despacho del calor de la tarde, se filtran desde la vereda las voces de algunas personas que aún se están dispersando, luego de que la ambulancia se llevara a un profesor herido. 

  • Sí, yo clavé el punzón en la mano del profesor Crespo. Clavé el punzón bien profundo, hasta donde lo permitió la longitud del instrumento, llegando hasta su mango. Se lo clavé entre los metacarpianos para que los huesos no entorpecieran el paso y quedara bien firme la mano clavada en el pupitre. ¿Usted me pregunta por qué lo hice? ¿Qué importancia tiene el por qué? ¿Es que todo siempre debe tener un por qué? Se nos pasa la vida mientras buscamos los porqués.  ¿Y es que el por qué haría una diferencia en mi responsabilidad? ¿Usted cree? ¿O solo está queriendo satisfacer su curiosidad, señor  Director? ¿Me creería usted si yo le dijera que el profesor Crespo abusaba de mí en la sala de profesores? ¿Me creería si le dijera que durante años, cuando la oportunidad se daba, el profesor Crespo me arrinconaba junto al armario de los mapas, imponiéndose con su robustez masculina y frotaba mis senos escuetos con una mano mientras metía la otra mano por debajo de mi falda, descorriendo mi ropa interior y buscando el contacto directo con mis partes íntimas?  No me conteste, señor Director. No espero su respuesta. No se sienta en la obligación de decir palabras que luego pudieran comprometerlo. Me dirá que es difícil creer eso del profesor Crespo, que se trata de una persona honorable con treinta años de docencia en esta institución, de conducta intachable. Y se guardará usted bien de decir, señor Director, que también es difícil de creer que un hombre pudiera sentir inclinación a tocar a una mujer como yo. ¿Qué pasa señor Director? ¿Es que ustedes los hombres ven a una mujer solo cuando ostenta unos senos demasiado grandes para su caja torácica y que además los destaca con una blusa dos talles más chica? ¿Solo ven a una mujer cuando lleva una falda corta que insinúa unos muslos redondeados enfundados en medias negras de red? No me interrumpa por favor, señor Director. Y no me diga que ahora lo importante no es esto que estoy diciendo sino que al profesor Crespo se lo han llevado desmayado de dolor. ¿Dolor? ¿Qué dolor, señor Director? ¿Qué saben ustedes los hombres lo que es el dolor?  Dolor, es esperar infructuosamente una mano que con amor le acaricie a una la mejilla y le recorra el pelo; una mano que tome la suya y la apriete protectora, cobijándola, brindándole la seguridad de saberse amada y valorada; una mano de la que una quisiera no soltarse jamás; una mano que una quisiera tener siempre tan solo para sí. 
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