Después de unos minutos sintiendo el aguacero, me senté en una piedra cerca del mirador improvisado en el que había decidido parar antes de llegar al destino acordado. No podía sacar la carta que llevaba en el bolsillo de mi cazadora, pero ya sabía lo que decía. Si la releía en mitad de la lluviosa tarde, era probable que el papel se desvencijase igual de rápido que las promesas que estaba a punto de romper.
Había escrito esa carta con el corazón en un puño, sabiendo que estaba tomando una decisión que no debía y estaba dando la espalda a la oportunidad de mi vida. O al menos a una de las pocas que había tenido hasta ahora: la de vivir.
Tras 55 años sin salir del pueblo más que para hacer algún viaje a médicos en la capital, visitar a familiares en otras localidades cercanas y hacer alguna escapada con Juan y los niños cuando estos eran pequeños a la playa, esas callejuelas habían sido mi prisión.
Llevaba una vida atrapada en un matrimonio que no me hacía feliz, con unos hijos ya adultos que construían sus vidas ajenos a la mía, y con una desidia física que se había hecho patente el día en el que me caí por las escaleras de casa y tuve que pasar dos días en el hospital provincial.
Allí conocí a Paula, unos años más joven que yo y enfermera en la planta de Traumatología. Pensé en ella, en la extraña conexión que sentimos la primera vez que entró como su sonrisa en mi vida a presentarse para hacerme las curas en la herida de la pierna. Fue de esos momentos en los que, como ahora, da igual si el cielo descarga cubos de agua sobre tu cabeza: una burbuja se cierra en torno a ti para aislarte de todo. En este caso había una invitada que yo no esperaba pero sí llevaba toda mi vida anhelando.
En los siguientes días tras dejar el hospital y volver a una casa que me pareció diferente, más oscura, más triste, vacía, recibí llamadas y mensajes constantes de Paula. Se preocupaba por mi recuperación, pero no era el único motivo. Hablábamos entrelíneas, porque a veces los sentimientos no se pueden explicar con palabras pero estas salen solas dando vida plena a conexiones desconocidas.
El día que vino a visitarme, Juan estaba de caza.
Subimos a la cima y es como decían. Llovía como hoy, mucho; sin embargo era el tipo de lluvia que enciende los sentidos. La respiré con fuerza, y también el aroma a tierra mojada. El petricor me recordó la sequía de los últimos meses en el pueblo, y en mí misma. Me atreví a mirar abajo, sintiendo cómo el pelo empapado mojaba mi cara. No me importó, la lluvia se sentía fresca, como mi boca en aquel momento entre sus piernas. Divisé a lo lejos las pequeñas callejuelas que me tenían atrapada y que las últimas semanas habían escondido mis sentimientos mejor que yo. Alcé los brazos y reté la lluvia con las manos abiertas, dispuesta a sentir su sabor.
Llovía a cántaros, allá arriba y aquí abajo. Pero era la primera vez en mucho tiempo que tenía la boca seca, reflejo de mi excitación corporal y consecuencia de mi corazón falto de alegrías.
Ahora debía dejar esa carta en el sitio acordado, y ni el aguacero ni yo misma fuimos capaces de evitarlo. Dije adiós a la emoción que había sentido bajo la lluvia y abrí el paraguas para deshacer el camino andado hasta la cima. Recordé el final de lo escrito: Miguel Delibes decía que “las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”.
Volví al pueblo. Con Juan.