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LAS MUJERES QUE HAY EN MÍ María de la Pau Janer

Cuenta nuestra escritora que “los ojos son sabios. Tienen la sabiduría de posarse en las cosas y detenerse en ellas. Recorren el mundo como mariposas, mientras la vida transcurre. Capturan recortes, imágenes. Muchas pasan de largo; algunas quedan fijadas para siempre. Hay una ley de selección natural respecto de todas las figuras capturadas por la pupila. Las hay que son simples reflejos del mundo, tomadas en un instante. Hay otras que perduran, impresas en el cerebro, hasta que el tiempo y el olvido desvanecen sus colores. Éstas poseen una entidad propia. Si tienen mucha fuerza, nunca llegan a borrarse del todo”.

En una casa llena de recuerdos y con una buhardilla llena de secretos, viven Carlota y su abuelo.

En un dormitorio hay dos cuadros de dos mujeres con “la mirada oscura de los que han tenido que morir antes de tiempo”.

Una es su abuela Sofía, con una mirada que, “a pesar de los esfuerzos del pintor por hacer un retrato convencional, no era capaz de ocultar el hambre de vivir que tenía”. Los ojos de garza de su abuela, le miran “con una chispa de felicidad pequeña, de andar por casa. Observarlos me llevaba a pensar en cosas sencillas, sin complicaciones. Cosas como los cubrecamas de encaje que ella había tejido, o como los tarros de confitura, que aún se utilizaban en la cocina, donde había escrito con una caligrafía pulcrísima, un poco inclinada, los nombres de la frutas: albaricoque, cereza, ciruela, naranja…”

La otra mujer es su propia madre, Elisa, y tiene en los ojos “la mirada oscura de los gatos, que —curiosa ironía— tienen siete vidas, cuando la suya fue tan corta. La mirada de mi madre no tenía nada que ver con los bordados de la abuela. Ni tampoco con su paciencia en los fogones. Eran unos ojos que me producían una mezcla de sentimientos: por una parte, me inquietaban. Tiempo atrás, cuando era una cría, me habían enseñado a creer en los fantasmas. Descubrí que aquellos ojos no podían desaparecer y dejar al mundo a oscuras. Estaban ahí, jugando al escondite por los recodos de mi casa, ocultos en el mismo sitio donde yo me escondía. No sé si para huir de ellos o para encontrarlos. Por otra parte, me avergonzaban un poco. Eran unos ojos que reclamaban la vida, que la querían entera para exprimirla y agotarla, hasta que no quedara nada, ni una sola gota, en el pozo de la existencia”.

Además de estas dos mujeres, como adelantamos, hay dos hombres.

Está su abuelo, que “tenía los huesos y el corazón de cristal. Los huesos le anunciaban el mal tiempo, cuándo iban a venir vientos y lluvias. El corazón llevaba años callando, temeroso por romperse en cualquier movimiento. Lo adiviné observando sus gestos de hombre miedoso que sabe hasta qué extremo la vida duele”. Y está el jardinero, que extrañamente, le habla poco y evita su mirada.

Finalmente, nuestra protagonista, Carlota, tiene “unos ojos demasiado grandes, que parece que tengan que comerse el mundo”. A través de ella, conoceremos la historia de la familia y su propia historia, una historia narrada con lo que han visto (y han guardado) los ojos de todos.

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