He salido a caminar y se ha puesto a lloviznar y eso me ha malhumorado. Ya he comentado muchas veces que me encanta pasear bajo la lluvia. Desde pequeña, siempre me ha gustado. Pero no es lo mismo pasear bajo la lluvia que bajo la llovizna. Ni punto de comparación. “Orballo”, lo llamamos en mi tierra (Galicia). Y es una palabra que me parece realmente hermosa, pero no así lo que implica.
La lluvia limpia, la llovizna ensucia. Cuando llovizna todo se vuelve a mi alrededor triste y fatigoso. Es un querer y no poder. Ese parece que no moja, pero sí moja. Es una canción a medias. Un beso dado cerca de la comisura, pero sin posarse en los labios. Como hacer el amor sin ganas.
La llovizna no se lleva las penas y las arrastra como la fuerza de la lluvia. Permanecen flotando en el aire, más tiempo del debido. Y se pegan a la piel de un modo lento perturbador. No la puedes sacudir. Microgotas se posan con cuidado, en silencio, y si pasas sobre ellas la mano se adhieren como una lapa. No resbalan.
El orballo es melancolía y si lo digo así, en gallego, me parece hasta dulce y bonito. Pero si hablo de llovizna sólo pienso en sacudirme los sentimientos de encima. Todo se vuelve lúgubre. No tiene nada de idílico ni de bucólico.
La llovizna no llega para llenar charcos sobre los que saltar. Pero es suficiente para mojar almas y corazones. Para humedecer verdades y sentimientos.
No me gusta que llovizne, pero ya que no lo puedo cambiar, me conformo con pensar de forma cariñosa que está orballando…