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Los sueños no se rinden

Hace tres años, en un bus destartalado que cubre la ruta de la Zacamil hasta un destino que hoy no recuerdo en la ciudad de San Salvador, confesé a una amiga salvadoreña que estaba a punto de abandonar mi trabajo en España, de vender mi coche, mis muebles, de echarme una mochila al hombro y de, alguna manera, dejar mi vida. Lo que desconocía en ese entonces es que no iba a dejar ninguna vida sino que iba a empezar a vivir, a vivir adrede. Lo que no sabía en ese tiempo es que no iba a mochilear para perderme o para descubrir destinos imprevistos o fascinantes, sino que iba a encontrarme y a disfrutar de mí misma en cualquier lugar, no importaba si playa o montaña, si ciudad o comunidad rural… que iba a encontrar la esencia de la mujer que soy y que ese iba a ser sin duda el mejor de los destinos posibles. 

Muchas veces me pregunto qué habría sido de mi débil voluntad en ese tiempo si esa confesora de bus destartalado de San Salvador hace tres años, no hubiese sido Magdalena Henríquez. Volvíamos de regreso de su ensayo con La Cachada Teatro, en los días previos a que la compañía, integrada por mujeres cabeza de familia provenientes de barrios populares del extrarradio de San Salvador con las que yo andaba trabajando por un mes en un proyecto de cooperación internacional, iba a presentar su obra primigenia “Algún día: los sueños que no se rinden” por primera vez fuera del país, en concreto en Ciudad de Guatemala. Yo había ido a despedirme de Magdalena y de las otras mujeres valientes, poderosas, vendedoras ambulantes y ahora también actrices con las que había tenido la suerte de cooperar, un día después cogería un vuelo para España. De regreso del ensayo, Magdalena me acompañó un trecho en la ruta del bus.
Cuando mi amiga me preguntó si regresaría una vez más a San Salvador (ya era mi segunda vez trabajando con ellas gracias al mismo proyecto), le confesé a bocajarro:
-“Me voy Magda. A no sé dónde. Voy a dejar mi trabajo en España, voy a vender todo y me voy. Me voy a descubrir otros mundos, otras vidas. Me voy en busca de historias para escribir, porque ¿sabe? Lo que yo quiero de verdad ser es escritora”.
La mujer fuerte, joven, hermosa, madre soltera, vendedora ambulante de tortillas de maíz a centavos de dólar, moradora de un barrio popular en una de las capitales más violentas del mundo, protagonista de una vida que bien podría haber sido una de esas historias a por las que fui después para escribir, la mujer luchadora, digna y rotunda que se había convertido también en actriz y que por esos días andaba entusiasmada porque por primera vez iba a salir de su ciudad y de su país para representar a una mujer como ella misma en una obra, solamente sonrió. Se levantó del asiento cogiendo muy fuerte su bolso, fue hacia el conductor zigzagueando y pidió parada. Antes de apearse me miró muy profundo a los ojos, me volvió a sonreír muy grande y me dijo.
–“Algún día Guaya. Los sueños no se rinden”.
Me besó y se fue. La vi bajar con su delantal aún puesto, su bolso bien apretado al costado y su dura vida a la espalda en su barrio humilde y dolorosamente violento de la ciudad de San Salvador.
Desde entonces, viajando con mi mochila y mis cuadernos, he encontrado a Magdalena en muchas partes, en un bus de Panamá City a Bocas, en un departamento del caribe colombiano, en un hostal y en una peluquería de Santa Marta, en las brujitas sanadoras de una casa de San Antonio en Cali, en Villa Maga, en todas las mujeres verracas con las que tuve la fortuna de trabajar en las comunidades indígenas del norte del Cauca, en una apartamento de Miraflores en Lima, en la casa restaurada de un barrio céntrico de Quito, en Aruba, en Cuba y en Brasil, inspirándome, motivándome y ayudándome a no abandonar nunca eso por lo que dejé todo, un sueño.
Y precisamente hoy, el día que rehago mi mochila de más de dos años y decido regresar llena de experiencias y de amor a casa, me despierto y casualmente encuentro la historia que yo no pude escribir nunca sobre Magdalena.

– ¡¡Es ella, es ella!! Es esta mi Magdalena” – me digo para mi aún acostada en la cama

Y entiendo, por fin, que la historia que yo quería contar de Magdalena es esta que finalizo aquí. Es esta su historia y es esta mi historia. Lo demás lo escribió la vida y lo plasmó otra mirada, otra pluma u otro computador.

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