“Creía que aquello era el comienzo de la felicidad, pero en realidad era la felicidad” –Virginia Woolf
Navidades ha habido muchas, y las sigue habiendo, pero solo hay un espíritu puro de navidad que percibo con sensaciones grabadas y que anidan en mi alma de cuando era niña.
El aroma de la ilusión era para mí aquella mezcla de olor a goma perfumada y pelo sintético que desprendía una muñeca nueva…Nunca lo he olvidado.
Cierro los ojos, inspiro y entran a escena voces y presencias hoy ausentes que anudan la garganta. En la cocina, mi padre en delantal, mano a mano con mi madre, preparando la cena de navidad. Mis hermanos, entrando, saliendo, sus gritos y también sus risas. Las luces del árbol en la esquina de la entrada y aquellos adornos que salían volando cada vez que mi perra Zara lo rozaba, cuando venía a trotón desde el pasillo (que era siempre).
La sonrisa de ángel de mi yaya, porque ella era mi verdadero ángel de Navidad (y también de primavera, y de otoño, y de toda su existencia). Las tarjetas navideñas sobre la mesa del recibidor, expuestas como trofeos y llenas de mensajes escritos a mano rebosando deseos de amor, salud, paz y prosperidad.
Los dulces y turrones en una bandeja dorada como el mayor de los tesoros. El Belén, cada año más surrealista con figuras de todos los tamaños. Mantel festivo desbordado de platos varios, algunos con horribles monstruos marinos que nunca comí. Las sobremesas con villancicos y el sonido de los acordes de una guitarra bajo los dedos de mi abuelo tocando “el tercer hombre”.
Todo aquello, hoy lo sé, era felicidad.