En una pequeña población pesquera de callejuelas azules vive un anciano jorobado con manos de artista. Talla sus marionetas y trenza sus historias, de amor y de odio, que todos ven en el pequeño teatro. Vidas de mentira en noches llenas de estrellas y de secretos.
En el estante donde duermen los muñecos le gusta a veces esconderse Ilé Eroriak, con sus ropas sucias y sus ojos azules, de cortos alcances y de sonrisa estúpida pero con una extraordinaria imaginación que le salva de la vida y con un rayo de luz que le atraviesa el corazón.
Frente a la inocencia de este personaje masculino aparecerán dos más: Kepa Devar, dueño de media población, y Marco, el rubio extranjero llegado de lejos.
Y los tres, junto a todos los jóvenes pescadores del puerto, giran en torno al gran personaje femenino que es Zazu, la hija de Kepa. Su padre supo desde que nació que algo ocurría en aquella niña, algo que él no podía comprender, “un viento extraño gemía en su pensamiento”. A veces, Zazu se parecía a su madre muerta, altiva y fría; a veces, Zazu se parecía a él, grosera y maldiciente. Unos días tenía una línea brutal partiéndole la cara; otros días una sonrisa triste de niña desamparada.
Lo que su padre no logra descifrar sí lo hará el extraño marino llegado de aguas nórdicas. Y es que Zazu “iba a rastras del amor, con su gran sed, con sus pies descalzos y sus manos vacías. Zazu pensaba siempre en el amor y nunca había amado a nadie. El cuerpo de Zazu era un cuerpo duro y bello, un cuerpo delgado y casi adolescente, donde la sangre era como una oscura línea de fuego, oculta y siniestra. Zazu tenía un cuerpo apretado y sencillo, un cuerpo ahogadamente ceñido a sus caminos de sangre, como largos ríos de sed. Zazu tenía un pequeño cuerpo amargo y triste, que la empujaba dulcemente, que la empujaba fatalmente… Zazu tenía el gran dolor de su cuerpo, tal vez no bello, tal vez no dulce, tal vez no un cuerpo de veinte años, sino un cuerpo antiguo como el agua y como el viento, como la tierra”. Y luego estaban sus ojos con aquellas pupilas de un cristal diáfano e infinito.
Y ese cuerpo y esos ojos se encuentran una noche bajo el tupido emparrado con los ojos de Marco… “eran los ojos de los locos, eran los ojos de los niños”. Con su esfera verde, irisada, en la que cabía la esperanza, la sed, la noche desvelada…
Y Zazu piensa: “Son aquellas esferas de plata que colgaban de un hilo y se balanceaban. Son aquellas esferas brillantes, ligeras como espuma, que colgaban del árbol de Navidad, en un invierno, cuando yo tenía seis años. Aquellas esferas que colgó de un árbol el viejo extranjero que hablaba un idioma extraño. Recuerdo cómo todo se reflejaba dentro de las esferas, pero de un modo diferente, hermoso, inalcanzable”.
Y Zazu se muerde los labios.
Y es que el pequeño teatro es también una advertencia a nosotras como lectoras: Tened cuidado con esos ojos, “porque dentro de ellos había cosas que dolían. Como globos de colores barridos por el viento, como hojas barridas por el viento. Ninguna ola bienhechora borraba aquel paisaje; no había mar capaz de limpiar aquella arena turbia, irisada. Aquella arena que tenía la traidora suavidad del polvo”.