Era una casa de techos abovedados, antigua y humilde como los abuelos que la habitaban. Cuando llegaba la Navidad daba cabida a una numerosa y singular familia. La rutina y monotonía de los viejos payeses se volvía brillante y ruidosa como los adornos del enorme árbol navideño. Los primos mayores se encargaban tácitamente de suministrar dicho árbol, así como los pequeños de adornarlo, los abuelos permitían encantados el desorden y la algarabía de todos ellos.
Durante toda la adolescencia, esa época llena de errores para que en la madurez cometas menos, esta joven generación desarrolló un fuerte sentimiento de clan que se ponía de manifiesto, sobre todo, en Navidad.
Los abuelos, profundamente cristianos, habían criado una caterva de hijos absolutamente librepensadores y éstos a su vez lo habían transmitido así a sus hijos.
Al pasar el tiempo y mirar atrás, es increíble pensar que, sin estudios de ninguna clase, con la precariedad de vida de la época de postguerra, con un país devastado, la abuela, sobre todo, había conseguido el sueño dorado de cualquier madre: el amor y la unión entre sus hijos.
Los olores navideños perduraron en el tiempo para siempre, la chimenea, con leña que todos iban a recoger al bosque, la exquisita cocina tradicional que en Navidad todos colaboraban para que nada faltase, los regalos no eran ni siquiera abundantes, pero todos disfrutaban de la compañía familiar.
Ahora peinando canas, ésos primos, aún se reúnen en Navidad, para con ésa excusa, testimoniarse su complicidad basada en el cariño que aprendieron a dar y a recibir.
Navidad qué buen momento para que los mayores se conviertan en niños y los niños se empapen de esa atmósfera que se crea en el amor familiar.
Yo nací en ésa casa, sé de lo que hablo, no tuve hermanos y en mis primos hallé ese calor infinito que persiste en el tiempo. Ese ha sido el legado familiar.
Por cierto, Navidad
