Suelen acudir a mí por la noche. Pensamientos que, entre las sombras, saben arrastrarse metro a metro para llegar de nuevo a mi cama. Esas imágenes son más complicadas de olvidar y de contar. Quedan las palabras entre los dientes, incapaces de salir más allá de los labios. Entonces el papel permite extraerlos como una historia cuya protagonista no fui yo. Palabras difíciles de escribir y más difíciles de leer que dejan temblando los dedos. Y, sin embargo, son solo una representación de la realidad. Una realidad que puede matarte, que tiene el poder de arrebatarte la vida sin que nadie note nada distinto. Sin que nadie quiera verlo, repito insistentemente tratando de arañar la lacra que la vergüenza social que provoca.
Por las mañanas, el sol vuelve a abrir mi pecho, dejándolo ligero de nuevo y soy capaz de dar consuelo y esperanza a otras. El brillo de sus ojos siempre ha sido un bálsamo para restaurar mis ilusiones, para devolverme al presente dulce y amable y seguir firme. Hoy cuando me miro al espejo veo a una amiga, un apoyo en él devolviéndome la mirada. Ya queda poco del rastrojo que miraba la puerta con un escalofrío instalado entre los omoplatos esperando y temiendo el portazo que helaba la sangre en las venas. Ya no hay miradas perdidas a la ventana desenado alejarme sin las fuerzas suficientes para hacerlo. Ya no me despierto sobresaltada la mayoría de las noches. Las pesadillas no acuden al encuentro entre mis párpados, aunque en algún momento me sorprendo asustándome al confundir alguna voz con la suya. Aún conservo la costumbre de avanzar por casa en oscuridad, despacio, intentando no despertar al aire, con el estómago hecho un nudo doble y los dedos cerrados dentro de los puños.
Descubrí que hablar de ello, volvía a hacer grande a la persona que dejé que una vez hicieran realmente pequeña. Hablar alivia el dolor de aquellas que aún no encuentran sus propias palabras o a las que las lágrimas quiebran su respirar. Sin embargo, delante de ellas, vuelvo a ser el pájaro asustado una y otra vez, vuelvo a ser la polilla atraía a una luz que puede acabar matándola. La realidad sigue avanzando, pero regreso por ellas a una bañera de aguas rojas, a una navaja rasgando la carne, al dolor intenso que aliviaba otro mucho más profundo e insoportable.
Las cicatrices quedan ocultas. Son muchas más que aquellas que quedan marcadas en la piel. Hilos que forman una red donde estuve atrapada y que, ahora, me hacen fuerte. Me recuerdan que sigo viva, que nada termina cuando decides que no es una derrota elegirse y seguir queriéndose a una misma. Llega un momento en el que estás tan cansada de luchar, tan llena de dolor que debes creer sin argumentos que hay otra oportunidad para ti. No sé como sucedió, en que momento decidí que no tenía que buscar una excusa, que solo era necesario alejarme sin mirar atrás y olvidar las palabras que te hubiera gustado decir y que no fueron necesarias.
La realidad pocas veces es como una película: nadie te salva en el último momento, no sucede nada que lo solucione todo. Sin embargo, hay un momento de ruptura donde todas las piezas parecen ir encajando y algo dentro te grita que huyas. Y abres la puerta, sales y, tras mucho tiempo, vuelves a sentir que respiras profundo.
Y tras hablar con ellas y dejar los recuerdos en la sala donde me confieso vulnerable, vuelvo a ser yo con la vida que he elegido para mi misma. Me parece extraño y también milagroso haber regresado a la vida después de haberme sentido muerta, volver a sentir alegría, emoción, ilusión por las pequeñas cosas. “Quémate hasta las cenizas y encuentra la luz para renacer más fuerte” ese fue mi motivación.
Debo admitir que sanar llevó tiempo, mucho más del que querría reconocer. Fue un camino difícil, con caídas y momentos de buscar fuerzas para volver a levantarme. Pero un día, sin proponérmelo se me escapó la risa entre los labios y ese gesto hizo que el velo de tristeza fuera cayendo detrás de mí. Mis latidos suenan ahora, de nuevo, con fuerza y puedo decir “no” si es lo que deseo. La ansiedad, fiel compañera afloja, aunque sigue alerta. Las lágrimas mojan menos y cada vez lo hacen más hacia fuera, como lluvia que delata que la tormenta cesará en algún momento. Son treguas y batallas de una lucha constante que, aunque entendida y aceptada no finaliza. Y aunque los recuerdos regresan, unas veces voluntariamente, otras sin preguntar, no tienen permitido quedarse mucho tiempo. Deben volver al pasado donde pertenecen y que ha sido cerrado para poder mirar hacia delante sonriendo con sinceridad de nuevo.