Sábado por la tarde. Siesta en el sofá, acompañada de la vieja y gruesa manta, mientras afuera azota el viento con insistencia. Unos atrevidos rayos de Sol se cuelan por la ventana y te acarician la cara. Su calidez hace que te despiertes, pero te resistes a abrir los ojos disfrutando de ese momento. La televisión intenta hacerse escuchar, a pesar de que has bajado el volumen hasta convertirlo en algo casi imperceptible. Un libro reposa sobre tus piernas.
Por fin, te decides, abres los ojos. Observas a tus perros que, luciendo tu misma parsimonia, descansan arropados por el calor del mismo Sol. No menean ni las orejas.
Cuánta tranquilidad… Demasiada para tu mente que nunca para. Comienza a trabajar, empiezas a pensar, a recordar y a valorar.
Te observas. Treinta y tantos años. El lugar en el que vives no es aquél con el que habías soñado y aún sueñas todos los días. Tu trabajo no te llena tanto como anuncian esas frases lapidarias que hoy en día están tan de moda. Sin embargo, no puedes quejarte, te proporciona una calidad de vida y cierta estabilidad, además de quebraderos de cabeza, por supuesto. Te permite tener tu casa, mantener a tus perros y a ti misma y, por qué no reconocerlo, más caprichos que otras muchas personas, aunque siempre necesitamos, perdón, deseamos más.
Te preguntas cómo has llegado hasta ahí. Rememoras todas esas decisiones que, de una forma más o menos directa, te han llevado hasta tu situación actual. No puedes decir que te sorprende el resultado de tu reflexión, entre otras cosas, porque te conoces perfectamente. Sabes que todas ellas las has tomado desde el corazón. Por intuición, por cabezonería, por amor, por desamor, por miedo, por frustración, por ilusión… Ninguna deriva de un acto puramente racional. Nada ha sido meditado ni calculado con minuciosidad. Aunque, si bien es cierto, que en el momento de tomarlas siempre has llegado a encontrar una explicación muy lógica para justificarlas. Por lo menos para ti.
De repente, sientes cierta lástima, o quizás ternura, hacia aquella joven alocada e irracional de entonces. La de veces que decidió cambiar de trabajo, dejarlo todo, hasta su ciudad y la seguridad del hogar paternal, por salir corriendo, huyendo de ciertas situaciones que la superaban, o eso creía ella. Situaciones sentimentales, en su mayoría, laborales otras, no saber decir que no, tener miedo a hacer daño a otros, temer hablar claro y defender a su propia persona porque otros se pudieran sentir menospreciados… Salía huyendo, pero, a cambio, se ponía otros retos; aprender a vivir sola en un lugar extraño, rodeada de personas desconocidas, intentando descubrirse a sí misma, aprendiendo un oficio nuevo, ser independiente física, económica y emocionalmente.
Muchos los superó y creció. Sin embargo, otro, el más importante, el de aprender a valorarse, le costó más tiempo, mucho más esfuerzo y muchas, muchas heridas de guerra. Pero también aprendió.
Hoy está recostada en el sofá, con algunas arrugas más, dejándose mimar por las caricias del sol y siendo consciente de que le ha costado demasiados kilómetros, tiempo y cicatrices darse cuenta de que por mucho que huyas, por mucho que corras, la clave está en uno mismo. Si tú no maduras, si tú no te valoras, si no te sientes bien contigo mismo, ni la distancia ni otras personas conseguirán que tu vida mejore. Sólo está en tu mano, en tu corazón y en tu valentía para afrontarlo. De lo contrario, volverás a recaer en los mismos errores, te volverás a ver inmersa en las mismas situaciones que tan mal te hacen sentir y, ¿sabes qué?, volverás a coger la maleta y volverás a huir. Lo malo es que en esa maleta habrás vuelto a cargar tus inseguridades, tu baja autoestima y tus miedos haciendo que se vuelva a repetir la misma historia, aunque en un escenario diferente.