Coincidí con S. durante un tiempo. Hace, quizá, ocho o nueve años. Nuestras hijas tenían la misma edad e iban al mismo colegio, y nos veíamos a la entrada o a la salida. Además, comenzamos a tomar el café de la mañana en el mismo bar, a la misma hora. Ella me llamaba por mi nombre, pero yo no recordaba el suyo y tuvo que ser ella misma la que me refrescase la memoria (algo muy habitual para ella, como sabría yo luego, más tarde…). Habíamos estudiado juntas un año en el instituto, pero de eso hacía ya más de quince. No habíamos sido amigas; simplemente, conocidas. Nos saludábamos si coincidíamos por la calle y nada más.
A veces, cuando tomábamos el café en el bar y coincidíamos, charlábamos un rato. Cosas del colegio de nuestras hijas (aunque no estudiaban juntas), noticias de la prensa o banalidades varias. Pero un día me dijo algo que me hizo pensar y aún lo recuerdo como si fuese hoy. Me dijo, en un tono apesadumbrado: – a veces siento que no soy nadie… -¿Por qué lo dices?- le pregunté. Y ella me respondió: -Porque nadie me conoce por mi nombre; todo el mundo me conoce como “la hija de M.” o “la madre de Z.”, nadie me llama S. -¡Qué triste!- pensé. Su madre había tenido un comercio en el barrio y todo el mundo la conocía, así que ella era la hija de M. Siempre fue la niña de M. (además, hija única). Cuando ella tuvo a su propia hija, todos le llamaban la madre de Z. … S. era una mujer sin identidad propia…
Hace ya bastante tiempo que no coincidimos. Al menos un par de años. Pero la semana pasada la vi pasar. Yo tomaba el café de primera hora de la mañana en un bar al que era la primera vez que iba. Y la vi en la acera de enfrente, apoyada en dos muletas y caminando con mucha dificultad, cual caracol y con cara de sufrimiento. No me atreví a salir del bar a preguntarle qué le había pasado. No me pareció apropiado, aunque me quedé un poco preocupada. Pensé que, quizá, habría tenido algún accidente y estaba convaleciente. No soy una persona cotilla ni me gusta hablar de la vida de los demás, pero ayer, hablando con un buen amigo mío, que sé que habla a veces con S., la curiosidad me pudo y le pregunté si sabía qué le había pasado. Me dijo que se estaba muriendo de cáncer, que ella misma se lo había dicho, hacía ya unos meses. No sé ni siquiera de qué es, ni si puede salvarse. No pregunté más. La imagen de ella que había visto días atrás no era muy esperanzadora. Se me puso un nudo en el estómago y mi cabeza volvió a divagaciones.
No tengo ni idea de lo que le deparará la vida. Ni si está viviendo una enfermedad terminal y su vida puede verse truncada demasiado pronto (ojalá no, porque aún es demasiado joven). Pero no puedo evitar pensar que cuando llegue ese fatídico día (espero que dentro de muchos años aún) alguien dirá: -¿Sabes que ha muerto S.? Y otra persona preguntará: -¿Qué S.? . Y la contestación será más letal, si cabe: – La hija de M. (o la madre de Z., que para el caso es lo mismo)…