Estábamos sentadas en medio del salón vacío, cuando Teresa habló: 

−Quiero decirte que sé que te acostás con Alfredo −dijo mirando el piso, con tranquilidad, modulando cada palabra.

Contuve la respiración un instante eterno y respondí: 

− ¿Qué decís, Teresa? −levantó la vista, me miró a los ojos y no dijo nada. 

Yo había imaginado un sinfín de veces el momento de la verdad, como solía llamarlo. Había dado vueltas en mi cabeza a muchos escenarios, intentando prepararme para el peor:
Teresa escupiéndome en la cara en un restaurante, gritando que yo me encamaba con su marido; Teresa tratando de arrancarme los pelos en la entrega de premios del torneo de tenis anual del club, acusándome de puta; Teresa atacándome por la espalda a la salida de un cumpleaños de nuestras hijas, aullando como loba herida que yo era una rompe-familias; Teresa en entrada escénica a puro llanto en una reunión de padres del colegio, despachando la noticia delante de todos. Y yo, en cada caso, negando todo, mostrándome primero sorprendida, luego agraviada y al final comprensiva con mi amiga, que obviamente no debía estar pasando un buen momento, porque si no, no podría estar diciendo semejante disparate. Hasta pidiendo disculpas a los demás por el exabrupto y llevándome a Teresa fuera de escena, mientras ella se dejaba conducir agotada por el esfuerzo descomunal del desborde de emociones.

Porque así es Teresa. A todo reacciona en extremo. Al llanto y también a la risa. Teresa es intensa. Se compromete con cada instante presente. Siempre fue así. Desde prescolar, cuando la conocí en el rincón de la penitencia. Yo, calladita y llena de vergüenza por haberle roto la punta de los lápices a una compañerita porque no me quería convidar Palitos de la Selva. Teresa, berreando y pateando la pared porque la habían mandado a hacer silencio al rincón por burlarse de unos compañeros que estaban ensayando para actuar de Los Tres Chanchitos en el Día de la Familia. 

De tantas, no había imaginado una situación como esa. Ahí estaba Teresa, mirándome muda, sin testigos, esperando mis palabras, en medio del salón de fiestas en el que íbamos a festejar en pocos días los quince años de nuestras hijas mayores, que cumplen con tres semanas de diferencia. 

No soy una mala mina. No soy una porquería. Tengo mis principios. Fui educada en colegio de monjas y mi familia me inculcó buenos valores. Me ocupo de mi marido y de mis hijas y hago voluntariado en el comedor de Villa La Lealtad. No terminé la universidad porque me casé jovencita y me parecía que no me valía la pena el esfuerzo del estudio. Y siempre apoyé a Teresa en todo. Ella se casó un año y medio después que yo, cuando terminó la facultad. Porque ella sí se recibió. Yo la ayudé a preparar las entregas de todo ese último año. Se recibieron juntos, Alfredo y ella y recién ahí se casaron. Después montaron un estudio de arquitectura y siempre les fue muy bien. Aún en el 2001, cuando todo se venía a pique, ellos tenían trabajo. Nacieron con estrella. Y yo siempre colaboré con Teresa. Cuando ella se retrasaba en alguna obra o no podía levantarse del tablero de diseño, yo la suplantaba con el transporte de las chicas al colegio. A ella le tocaba los jueves. Por eso…yo no soy ninguna mala mina. 

Pero allí estábamos, Teresa y yo, mirándonos en un silencio espeso que no me dejaba respirar.

A Alfredo lo conocí cuando se puso de novio con Teresa. A mí me parecía espléndido, como todo lo que la rodeaba. Entre él y yo nunca hubo ninguna onda especial. Para él, yo existía solo como la mejor amiga de Teresa y nada más. Con Santiago, mi marido, se engancharon bien desde que se conocieron. Hemos compartido salidas, reuniones, vacaciones y hasta soy la madrina de su hija mayor, pero nunca me registraba por mí misma. Por eso me sorprendí cuando, hace cuatro años, me encaró sin vueltas a la salida de una reunión de padres del colegio. Teresa estaba en un curso de Autocad y Santiago trabajaba siempre hasta muy tarde. Alfredo me dijo:

−Liliana, vení, yo te llevo. 

Me subí a su auto, todopoderoso igual que él. Me extrañó el camino que agarraba. 

–¿Adónde vamos? −pregunté.

–Manejo yo −contestó seductor− dejáte llevar. 

Eso hice. Me dejé llevar por Alfredo. Esa vez y muchas veces más en estos últimos años. No es que él me gustara especialmente, no. Ni tampoco que tuviera ningún sentimiento hacia él. 

−Yo no empecé, Teresa. Él me buscó −retumbaron en el salón mis palabras huecas y torpes. 

Lo que me atraía y me excitaba era ocupar por un miserable momento el lugar de Teresa. Y por primera vez, juro que por primera vez, sentí desprecio por mí misma.