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Una heroína en casa

Se acercan las controvertidas fechas navideñas. Cada año es mayor el número de personas que discrepan de que sean felices y prósperas. O quizás, aumenta el colectivo que se atreve a romper con ciertas tradiciones que no les aportan nada e, incluso, les traen la tristeza hasta la puerta de casa. Otros sólo lo hacen porque parece que está de moda quejarse e ir en contra de todo lo que hace referencia al pasado. Sea como sea, ya casi están aquí.

Para estas fechas previas, en casa de mi abuela, la madre de mi madre, se preparan unas ricas rosquillas de anís. Es una receta y una tradición que ya viene de mi tatarabuela. Evidentemente, en años de post-guerra las rosquillas tendrían más agujero que masa, pero han sobrevivido hasta nuestros modernos y tecnificados días.

Desde pequeña, cada año he acudido a mi cita con mi abuela y sus rosquillas. Al principio era ella la que preparaba la masa. ¡Menudos meneos le metía!. Cuando ya estaba lista, me unía a la cocina y dábamos forma a los dulces. Era mi abuelo el que se encargaba de freírlas y mis tíos, que por entonces estaban solteros, no hacían más que entrar y salir de la cocina “incordiando” con bromas y risas.

Mi madre y mi padre también se unían al evento en cuanto podían, aunque fuera a probarlas cuando aún estaban calentitas.

El tiempo pasa, la vida va discurriendo, los acontecimientos se van sucediendo con mayor o menor fluidez. La familia aumenta por un lado con una tía nueva, con primos, las parejas de estos, perros… Por otro lado, disminuye. Mi abuelo fue partícipe de tal día hasta su último año con nosotros, si bien es cierto que en los 3 últimos su misión fue dar el visto bueno a tan características rosquillas con forma de todo menos de eso, de rosquilla. Qué curioso, el veredicto del más experimentado del clan, siempre fue mucho más que positivo.

Cogió el relevo de mi abuelo uno de mis tíos. Él se encargaba de freír. Y yo cogí el de mi abuela. Año tras año sus huesos se han ido debilitando y hace ya unos cuantos que no puede darle a la masa aquellos meneos que tanto me sorprendían de pequeña. Aun así, aunque su corazón ya está bastante cansado de tanto trabajar, ahí la tienes, dirigiendo la faena y metiendo el dedo en la masa para comprobar si ésta ha alcanzado la textura acertada.

A pesar de que sus ojos grises, antaño tan eficaces y vivarachos, se han ido haciendo más pequeños cada día y hoy, siguen siendo tan bonitos como siempre, pero ya no cumplen su misión, ella este día recupera ese optimismo que siempre la ha caracterizado y, aunque sea a tentón, va llenando vasitos de azúcar para añadirlos a la mezcla.

Pero una de las cosas que más me ha gustado siempre de este día tan familiar y tan fuera de fecha, es que puedo conocer más a mi abuela. Nos pasamos una tarde entera sin televisión, ni radio, ni nada que nos interrumpa. Una vez que organizamos los ingredientes e intentamos hacer memoria de las proporciones de estos (tarea cada día más complicada), nos ponemos al día de la actualidad de la familia y en seguida empieza una lección de historia inigualable. A veces se repiten los relatos, pero han sido ya muchas rosquillas y muchos años juntas, y, al final, uno recuerda lo que más le ha marcado en la vida y, siendo sinceros, me da igual cuántas veces los reitere, me encanta escucharla. A lo largo de todos estos años he descubierto a una mujer valiente, que se ha enfrentado a un sinfín de dificultades, a la guerra, al hambre, a la falta de medios para poder curar a un padre que murió demasiado prematuramente, al igual que algún hermano. Una mujer sin miedo a trabajar, con la imaginación suficiente como para convertir un pequeño cuartito en un cálido hogar. Una mujer enamorada de su marido, de sus hijos, de su familia. Una mujer tierna, pero a la vez justa, que ha conseguido ganarse el respeto y el cariño de cuantos la rodean y ha sabido luchar por su sitio siempre siendo respetuosa con todo el mundo. Una mujer con unos valores inquebrantables y que, a pesar de estar educada en una época en la que el género femenino no tenía mayor obligación que la de callar y obedecer, supo hacerse escuchar y valer. Una mujer que, aunque tuvo que dejar la escuela a muy temprana edad, siempre fue curiosa, de mentalidad abierta, dispuesta a absorber cualquier conocimiento nuevo que llegara a sus manos. Estoy segura de que si le hubieran dado la oportunidad habría brillado más que una estrella en cualquier cosa que se hubiera propuesto. Siempre le han encantado los números y dibujaba tan bonito…

Este fin de semana pasado fue el elegido para el evento del año. Fue una tarde mucho más que agradable, como siempre. Mi abuelo siempre está en boca de todos. ¡Con lo que le gustaba!. Pero cuando ya me iba a marchar sentí algo diferente. Ella me dio uno de esos cálidos besos que siempre tiene, acompañado de un “muchas gracias”. No voy a mentir, siempre me las da, aunque no se hace idea de que la que más le tiene que agradecer soy yo. Pero esta vez, no creo que fuera cosa suya, o quizás sí, puede que de las dos, me invadió una pena inmensa, un miedo doloroso por no saber cuántas rosquillas más podremos hacer. Me he dado cuenta de que, a pesar de todo lo que hemos vivido juntas, de tantas horas, días de cole, festivos, vacaciones, semanas enteras, años… tengo la impresión de que me falta mucho más por conocer de ella, de disfrutarla, de aprender. Me dio la sensación de que el tiempo juntas se nos estaba acabando, de que se me empieza a escapar y no puedo hacer nada por detenerlo.

Sí, su influencia no ha ido más allá de su familia. No es una persona famosa que sale en los medios de comunicación, bueno, hoy quizás un poquito, en cierta manera… pero el mundo ha dejado de conocer a una mujer extraordinaria, un ejemplo a seguir. Además, algo de rabia y pena me invaden porque creo que, a pesar de que está muy bien rodeada por una familia que la quiere y la protege, no tiene la mínima idea de la admiración que puede despertar y del cariño y la energía que es capaz de irradiar, la felicidad que nos ha regalado a los que estamos a su alrededor y de todo el amor que ha entregado incondicionalmente, enseñándonos a todos una manera de ver la vida mucho más bella.

Simplemente, ojalá algún día pueda seguir su ejemplo, aunque nunca llegue a ser como ella, porque mi abuela (la yaya) es una heroína de 93 años capaz de hacer su mundo más bonito sin necesidad de ningún súper poder más fuerte que el de su enorme corazón.

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