Agarrada con fuerza al volante, como si de un salvavidas en medio del océano se tratase, fija su mirada en el edificio de enfrente. Ha perdido la cuenta del tiempo que lleva ahí. Respira con dificultad a soplos cortos, tan cortos que, pronto, nota que le falta el aire. «Inspira, expira, inspira, expira», —se repite—. Siente los trapecios graníticos y los músculos del cuello como sogas en tensión. Alarga la mano y coge el bolso del asiento de al lado. Rebusca en su interior, entre tickets de compra, caramelos para la tos y pequeños elefantes con la trompa elevada que le sigue comprando al senegalés que frecuenta el bar donde ella limpia, hasta dar con un tarro de cristal. Temblorosa, se lo acerca a los labios y se bebe casi un cuarto de ese líquido dulzón que le ayuda a sobrellevar la retirada de los ansiolíticos. «Algo hará» —trata de convencerse—.
En el interior del coche hace calor, pero, temerosa de que algún vecino de la urbanización la reconozca, no se atreve a bajar la ventanilla. La pregunta de Laura martillea en su cabeza: «¿Por qué vas a volver, mamá? ¿Qué le debes, además de dos costillas rotas y un miedo encostrado para siempre en el tuétano de los huesos?». Incapaz de encontrar una razón convincente, recurrió a la que le sonó más ambigua y, por ello, menos comprometida: «Por humanidad». Pero frente a esa casa donde todo, hasta los delicados pétalos de las gitanillas del balcón que han sobrevivido a su ausencia, le recuerda a ese tiempo en el que la vida se secó en el vientre y ella, toda alegría, todo ansia de brotar, toda blanca esperanza, acabó deseando convertirse en un desconchón en la pared para pasar desapercibida, esa razón no termina de convencerla.
A su memoria vuelven los recuerdos descarnados de ese tiempo: tiempo de ser yunque, de soportar los gritos que cortaban como estiletes, los puñetazos en la mesa que derramaban el café; de imaginar que el cuerpo que su sucio sexo embestía era el de otra; tiempo de nieves perpetuas cuyo silencio rompía los tímpanos, de caminar de puntillas sobre los añicos afilados de una vida rota, de noches de insomnio rogando por alcanzar el alba. Y allí, los minutos temblando, la pátina rojiza de la tarde cubriendo el horizonte, sigue preguntándose qué le debe. Apenas un par de años de felicidad. Luego, el naufragio; una tempestad que arrojó todo el amor que antes no cabía en el mundo en la fosa séptica de la amargura. Porque, de repente, él cambió. Cambiaron sus gestos, sus palabras, el tono de su voz, hasta su olor cambió. Sin saber por qué, enloqueció. «No sé qué pasó; él nunca había sido así. Un poco celoso y algo posesivo —le confesó a la psicóloga al poco de llegar al centro de acogida—, pero, ¿Quién no desea poseer lo que ama?, ¿Quién no teme perderlo? Ya me lo decía mi madre: cuando el hombre es celoso, molesta; cuando no lo es, irrita».
De nuevo, sobreviene la asfixia y un calor de incendio trepa por su espalda. Maldice que el aire acondicionado esté estropeado. Incapaz de seguir soportándolo, se resigna a abrir la ventanilla. Mira a un lado y a otro; nadie conocido. Un golpe en la puerta la sobresalta; lanza un grito que asusta al chiquillo que se aproximaba a recoger la pelota. Lo llama estúpido y, en un movimiento rápido, vuelve a cerrar la ventanilla. Mira el reloj: las seis y diez. Falta apenas una hora para que anochezca. «Si vas a verlo, hazlo ya —se ordena—. No vas a estar allí cuando oscurezca. De noche con él a solas, no; nunca más. Venga, hazlo ya. Será solo un momento. Entras y tratas de convencerlo de que se someta a la quimio. Y si no lo consigues, te vuelves con tu conciencia tranquila de haber hecho lo que tenías que hacer». Con la mano en la manija de la puerta, hace ademán de abrirla, pero algo la detiene. Es como un susurro al oído que le hiela las intenciones. Los dientes le castañetean. Vuelve a sentir el sudario del miedo que la envolvió durante años.
Y, de nuevo, busca razones: «Se está muriendo. Ya no es ni sombra de lo que era. Además, te lo dijo; te dijo que se arrepentía de todo el daño que te había hecho. Lo juró por la memoria de su madre, que en gloria esté». El móvil comienza a sonar. Es la psicóloga. «Seguro que Laura la ha llamado para contárselo» —con la vista fija en la pantalla, lo deja sonar hasta que su timbre enmudece. Al instante, entra un wasap: «Juana, ni se te ocurra entrar ahí. Pregúntale a tus costillas rotas, a tus ojos morados, a tus labios partidos, a tu alma quebrada si ellos no merecían un poco de humanidad». Las palabras comienzan a licuarse bajo el cristal del móvil. ¿O son sus ojos los que se están encharcando?
Por la acera pasa una pareja de ancianos. Él la lleva agarrada del brazo. Caminan despacio y acompasados. A la mujer se le cae la bufanda al suelo. Hace ademán de agacharse, pero él la detiene; se inclina a recogerla, se la coloca al cuello y, tras anudársela, le da un beso en la frente. Ella baja la cabeza como una adolescente a la que le hubieran regalado su primer beso de amor. Desde su asiento, los ve alejarse. Cuando los ha perdido de vista, una sensación de aflicción le pellizca las tripas. Rompe a llorar. Ríos de llanto anegan el interior del coche. Llora por siglos de desamor y de dolor. Llora porque nunca ha conocido la ternura que esos viejos se han llevado con sus pasos torpes y tiernos. Llora inmensas soledades.
Las farolas de la urbanización acaban de encenderse y, a lo lejos, una luna ciega parece regalarle una triste sonrisa de tiza. En ese momento, su ex marido sale del portal con Willy. Está delgadísimo, casi calvo y muy encorvado; ha envejecido tanto como si un siglo le hubiera pasado por encima. El perro comienza a ladrar. Sin duda, la ha visto. Con fuerza, trata de zafarse de su amo que, intrigado, mira alrededor intentando averiguar qué ha llamado su atención. Y entonces la ve. Sus miradas se cruzan. Echa a andar en dirección a ella. De repente, el habitáculo del coche se comprime, el aire se agota dentro y comienza a tiritar. Aterrada, el pulso palpitando, el corazón rebotando sin control en el pecho, acciona la llave del coche y arranca a toda prisa dejándolo plantado en medio de la calle. A través del espejo retrovisor le dirige una última mirada.
Años después tendida junto a su amante, desfallecida y satisfecha tras una larga sesión de amor, Juana rememorará ese día: «¿Sabes por qué salí corriendo después del esfuerzo que tuve que hacer para llegar hasta allí? —le pregunta. Él niega con la cabeza, mientras acaricia sus pezones y, lentamente, resbala sus dedos hacia su vientre para quedarse ahí dibujando círculos sobre su ombligo—. Porque volví a ver en sus ojos lo que ni el cáncer ni la inminencia de la muerte habían conseguido borrar: ese odio inmenso que me mató durante más de veinte años»
A Juana Monge, otra víctima de esta sinrazón llamada ‘violencia de género’.