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Crecer en la confianza

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Aunque nos gustaría, es imposible proteger a nuestros hijos de todos los contratiempos que les puede presentar la vida. Es más constructivo procurarles las herramientas necesarias para que logren hacerles frente ellos mismos.

La confianza en uno mismo, y en la vida, es un aspecto esencial de la autoestima: garantiza una existencia
feliz, saludable y serena; favorece el desarrollo de nuestras capacidades y potencialidades, y asegura el éxito
en los proyectos que emprendemos.

Como otras características de nuestra personalidad, su base se crea en la infancia, a través de la interacción
con las figuras de apego: la madre, el padre, la maestra u otros adultos de nuestro entorno. Así, cuando un
niño solicita la atención parental con el típico: “Mírame, mamá”, está expresando una necesidad de
reconocimiento de su existencia singular, la confirmación de su capacidad para ser él mismo y dirigir su propia
vida.

Aunque el ser humano nace dependiente, y va desarrollando poco a poco sus potencialidades y su autonomía,
la semilla de su soberanía está plantada desde que su corazón empieza a latir en el útero materno, y puede
que incluso antes. Y hasta que, muchos años después del físico, el invisible cordón umbilical de la vida
psíquica empieza a romperse, niños y niñas comparten sus emociones y afectos con las de sus cuidadores. De
manera que, si la mirada del adulto les devuelve la confianza que precisan para sentirse seguros, su
autoestima y su sentido de competencia se verán reforzados. Pero si, por el contrario, les comunica
inseguridad, desconfianza y angustia por las consecuencias de sus acciones, tenderán a subestimar sus
capacidades y a mostrarse temerosos frente al mundo.

Además, en esta interacción se produce una espiral de emociones y reacciones que pueden ir en sentido
positivo (confianza, que suscita sentimientos de seguridad, y competencia, que genera más confianza) o
negativo (desconfianza que ocasiona errores e incompetencia, real o percibida, que crea más desconfianza…).

La cultura del miedo

Algunos sociólogos aseguran que la nuestra es la “sociedad del miedo”. Esta emoción aversiva, aunque
imprescindible para nuestra supervivencia, controla hoy aspectos fundamentales de nuestras vidas y orienta
muchas de nuestras decisiones: los medios de comunicación nos recuerdan que el mundo es un lugar hostil e
inseguro; el individualismo destruye los lazos sociales y las redes de apoyo mutuo haciéndonos más
vulnerables; y las sucesivas crisis económicas confirman que debemos estar alerta para sobrevivir en esta
especie de jungla capitalista.

En el caso de la infancia, como señala el escritor Carl Honoré, “las preocupaciones por su seguridad han
llegado al paroxismo”. El descenso de la población infantil (que en nuestro país ha pasado del 33% al 15% en
los últimos 30/40 años) nos ha dejado sin referencias, sin esa sabiduría popular que nos enseñaba lo que un
niño puede y no puede hacer, según su edad y sus capacidades. La atomización de las familias y una visión de
los niños como “propiedad” de los padres, más que como responsabilidad colectiva, deja a los progenitores
cargados de obligaciones y con escasa ayuda. Los convierte en personas asustadas y con un sentimiento de
culpa por cualquier cosa que pueda ocurrirles a sus cachorros. Una situación que está lejos de ser ideal para
una crianza relajada y feliz.

Una gran aventura

Ninguna madre tiene hijos para que sufran; y con nuestro instinto de protección deseamos ofrecerles lo mejor y
borrar de su camino todas las contrariedades, algo prácticamente imposible. La vida es una gran aventura con
fuertes dosis de incertidumbre, y tratar de hacerla tan segura como sea posible (en lugar de como sea
necesario) nos lleva a menudo a sobreprotegerlos. “Los padres quieren evitarnos todos los peligros, pero en
realidad nos están impidiendo que hagamos muchas cosas”, afirma Mar (10 años).

Al frenar el desarrollo de sus capacidades, la protección excesiva los deja, paradójicamente, desprotegidos. El
arte de acompañar el desarrollo de su autonomía no consiste en eliminar todos los peligros, sino en ofrecerles
las herramientas para que puedan evitarlos.

Curiosamente, los índices más bajos de accidentes infantiles se dan en los países que dan más libertad a los
niños, es decir, les brindan mayor confianza en sus capacidades y dejan más espacio para la ayuda mutua
entre iguales. La ciudad de Berlín, por ejemplo, ha transformado sus parques infantiles en lugares más
naturales, activos y creativos, donde los niños pueden jugar con tierra, palos, piedras y agua. Los estudios
muestran que en estas áreas recreativas se producen más incidentes leves (como rasguños y torceduras) que
en las tradicionales, pero hay muchos menos accidentes graves y también más solidaridad entre los chavales.

Para crecer en la confianza, los niños necesitan espacios de libertad responsable. Precisan de adultos con
suficiente madurez para tomar conciencia de sus miedos y expresarlos en primera persona. Y también
desarrollar habilidades que les permitan implicarse de manera activa en la construcción de su propia
seguridad.

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Protagonistas de su propia seguridad

La infancia es la etapa de la vida en la que desarrollamos habilidades tan fundamentales como andar y hablar.
Cuando un bebé pasa de los brazos de su madre a gatear por el suelo o desde ahí se incorpora para caminar,
está asumiendo riesgos enormes que son inseparables del propio aprendizaje.

Para adquirir nuevas capacidades han de salir de su zona de confort y lanzarse a la aventura. “La única
manera de no hacernos daño”, reflexiona María (9 años), “es quedarnos sentados y quietos como hacen los
adultos”. “Sí, ¡pero, qué aburrimiento!”, sentencia su amigo Víctor (7 años).

¿La solución? Darles un papel activo en la construcción de su seguridad; que puedan participar, evaluar los
riesgos y tomar sus propias decisiones para disfrutar de las ventajas minimizando los inconvenientes.
Enseñarles a protegerse es prepararlos para afrontar los vaivenes que tiene la vida.

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