fbpx

Los velos que nos cubren

Vuelvo de un encuentro de mujeres en Barcelona. Durante horas he charlado con mujeres influyentes en sus respectivos ámbitos; mujeres que han tenido que lidiar con muchos toros para llegar donde están; mujeres que, a pesar detener más oportunidades que las que las precedieron, no viven en el paraíso igualitario que la lucha feminista prometía; mujeres que lamentan el tiempo que el ejercicio del liderazgo les ha restado para disfrutar de sus hijos y de su familia; mujeres preocupadas, estresadas, hiperresponsabilizadas que se tienen que enfrentar cada día a muchas dificultades, muchas más que sus compañeros.

La primera, y quizá la más dañina, la propia culpa. Culpa de no estar ejerciendo bien el rol de cuidadoras —de hijas, de madres, de parejas, especialmente de estas—; culpa de no estar dedicando todo el tiempo que su profesión, cortada por patrones masculinos que sobrevaloran el presentismo laboral, les demanda; culpa de no estar dando el cien por cien en todos los aspectos de su vida personal, laboral y social. Culpa, culpa, culpa.

Escuchándolas con profunda admiración, todas son mujeres valientes que luchan cada día por hacer de sí mismas lo mejor que pueden llegar a ser y, a pesar de las trabas, ser felices en el intento, se refuerza mi creencia de que tenemos que liberarnos de nosotras mismas, de la tirana que nos habita, que nos exige, que nos increpa y nos censura. De la que no nos deja vivir una feminidad gozosa en la que nos autoafirmemos en lo que somos, no en lo que los demás quieren que seamos. Ser nosotras, actuando como nosotras y no emulando el rol masculino en el que, en la mayoría de ocasiones, llevamos todas las de perder. 

Escribo esto en la cafetería del aeropuerto, mientras espero el vuelo que me  llevará a casa. Conmigo van decenas de experiencias, a cual más valiosa.

En la mesa de al lado, están sentadas seis mujeres. Cinco van cubiertas con velos. La sexta, parece la mayor, luce una espléndida melena negra y ondulada. Está sentada en la cabecera de la mesa. Habla en un tono enérgico y las demás la escuchan arrobadas. Contemplándolas, me pregunto si ellas lo tendrán más fácil o más difícil que yo para ser feliz. Seguramente, en mi sesgo eurocentrista, me engañaré al pensar que, por el hecho de llevar velo, son menos libres y, consecuentemente, menos felices. Me pregunto cuáles son mis velos. ¿La culpa es un velo? Concluyo que sí. Invisible, pero igualmente opresivo.

La mujer continúa hablando. Las demás asienten. Parece la líder. Sí, definitivamente, lo es. Se dirige a una de las chicas. No sé lo que le está diciendo, no entiendo su idioma, pero la joven, tímidamente, comienza a quitarse el velo. Me sobrecoge el gesto. Inmediatamente, envidio a esa mujer de larga y ondulante cabellera a la que presiento poderosa e influyente. Me gustaría ser como ella, guiar a otras, ayudarles a recomponer sus alas, esas que les arrebataron al nacer, tejer redes para que puedan echar a volar sin miedo de caer, acompañarlas en su proceso de autoafirmación para que puedan elegir con libertad lo que quieren ser en la vida. En esta década recién estrenada de los cincuenta, liberada ya de algunas falsas creencias, siento que mi liberación total pasa por dar la mano a otras, las que vienen, las que siguen teniéndolo casi tan difícil como nosotras a pesar de los avances, para echar a volar los velos con los que la sociedad se empeña aún en cubrirnos.

Sororidad, hermanas, fraternidad y ayuda mutua.

BUSCAR