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Mi vestido blanco en el ancho Mar de los Sargazos

Recuerdo la noche que te dije que no me hicieras promesas porque llegaría el día que no serías capaz de cumplirlas. Tú te reíste y me arrancaste la ropa en un acto de pasión.

Los primeros días estabas fascinado por todo el entorno: los árboles enormes, el verde vivo, el sol deslumbrante, el mar, el mar donde te llevé a nadar juntos y, por primera vez, viste a una mujer arrojarse a él con tanta valentía en ropa interior.

Estabas abrumado y lo entiendo porque para ti, Mr. Rochester, un londinense de familia adinerada, el Caribe era pornográfico en todos los sentidos.

Antoinette, Antoinette… me llamabas todo el día para que me uniera a ti en el desayuno, para que te acompañara a montar a caballo, para bañarnos juntos en el mar, para reírnos con las ocurrencias de Christophine o algún otro esclavo.

Recuerdo la primera vez que hicimos el amor y yo llevaba el vestido blanco de tafetán. Era un vestido precioso y me hacia mas bonita aun. Podía verlo en tus ojos y ahí pude oler que me harías promesas, promesas que no podrías cumplir.

Pude predecir todo lo que pasaría con tan solo adentrarme en tu mirada: que te volverías loco por mí, que me amarías y que me dejarías por no ser capaz de comprenderme.

Me prometiste que me amarías siempre, que cuidarías de mí, que nunca habría otra y que me dejarías ser yo misma.

Con el vestido blanco me encontraste una tarde cuando volvías de montar. Yo estaba bailando con el grupo de esclavos. No era la primera vez que me unía a ellos porque me sentía muy libre y aceptada entre ellos. Mover mi cuerpo sin pensar, con los ojos cerrados, al son de los tambores, los tambores que aceleraban su ritmo y mi cuerpo que los seguía al son de las palmadas de los demás. Y yo sudaba y reía y luego me sentía mejor, más yo, sabiendo mejor qué es lo que le pedía a la vida, qué es lo que me hace feliz.

Mi vestido blanco sudado, yo feliz. Tú me mirabas de reojo, con desconfianza. La desconfianza que genera una mujer libre en un hombre que la quiere poseer.

Pero aun me amabas, pese a todo. Estabas desbordado, descubriendo una parte de ti que no sabías que existía, y por la noche ambos bebíamos, y después me quitabas el vestido, con furia, siempre intentando que fuera tuya. Antoinette, Antoinette me susurrabas. Yo te miraba fijamente a los ojos mientras me penetrabas y en ese momento tenía la certeza de que nunca, nunca podrías en realidad poseerme, quizás mi cuerpo sí pero nunca serías dueño de mi alma ni de mi placer.

Y eso te volvió un extraño para mí.

Ese ansia de poseer a un ser libre como yo sacó lo peor de ti.

Ahora lo comprendo, aunque es demasiado tarde.

Supe que no había vuelta atrás cuando te encontré una noche, antes de cenar, rompiendo a jirones mi vestido blanco. Tu cara, tu mirada, Mr. Rochester, eran las de un hombre egoísta, inseguro que había acabado enamorándose de una mujer rica, como yo, solo por convertirse en rico él. Si bien me habías amado al principio, al ver que no podías tenerme como te habían dicho que debía ser, decidiste volverme un objeto porque no supiste qué hacer conmigo.

Al romper mi vestido blanco, tan querido, pretendías demostrarme quién mandaba en aquella casa en el Caribe que siempre había sido la mía.

Luego me cambiaste el nombre e insistías en llamarme Nettie y yo no contestaba, nunca, ni aunque gritaras, ni aunque lo dijeras cien veces solo atendía a mi nombre: Antoinette porque con eso querías desposeerme de mi identidad.

Pero yo me resistí y un día salí al mar, al Mar de los Sargazos que es ancho, muy ancho y yo misma tiré todos los jirones del vestido y grité al viento una y otra vez que me llamo Antoinette Cosway.

Observé los trozos del vestido hundirse, alejarse tal y como lo habían hecho todas tus promesas por el mismo mar, las mismas aguas que un par de días más tarde nos llevarían, embarcados, a ambos a Inglaterra donde preparabas mi tumba definitiva.

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