Hoy ceno con un grupo de amigas. Mujeres liberadas, profesionales, directivas, casadas, solteras, divorciadas. Algunas son madres. Otras, renunciaron a serlo o ni se lo plantearon. Hace tiempo que no quedábamos, siempre andamos ocupadísimas, pero esta noche, por fin, hemos hecho un hueco en nuestra agendas. Como casi siempre, la conversación deriva hacia nuestras preocupación por los escasos avances en la igualdad real. Como ejemplo, una de mis amigas comenta lo que acaba de decirle su hija: «Mamá, yo no quiero ser como tú. Yo me niego a vivir constantemente exigida por el trabajo, la casa y los niños y sin tener un minuto para mí. Y si tengo que renunciar a algo, renuncio a ascender en mi profesión. No estoy dispuesta a que se me vaya la vida como se te ha ido a ti». Mi amiga, luchadora, feminista, se pregunta en qué se ha equivocado para que su hija, con una carrera, un máster y dos idiomas, si tiene que renunciar a algo, renuncie a estar en los círculos de poder, «donde se parte el bacalao», como dice ella.
«Es normal —le responde otra amiga, soltera y sin hijos—. Ella ha visto los equilibrios que has tenido que hacer para conciliar tu vida laboral y familiar. Tres niños, un marido y la dirección de una empresa. ¡Heroico! Yo, en tu lugar, no hubiera podido». «Bueno, lo normal, ¿no?», responde. Y todas nos miramos. ¿Lo normal? ¿Es normal vivir con esa permanente sensación de no llegar? ¿Sentirte culpable, extenuada, juzgada y siempre exigida por el marido, los hijos o los padres? No, no es normal. No puede serlo. Pero ¿no queríamos trabajar, ocupar puestos de responsabilidad, desarrollarnos como personas más allá del hogar y los hijos? Sí, claro que sí, pero no además de: no, además de ser madres sobre cuyas espaldas sigue recayendo la crianza de los hijos. No, además de ser esposas pendientes de sus maridos. No, además de seguir ocupándonos de la mayoría de las labores domésticas. No, además de que siga recayendo sobre nosotras el cuidado de los mayores. Así no.
«Chicas, estamos jodidas. Esto tiene difícil arreglo», concluye la más escéptica. Las que no lo somos tanto nos lanzamos en tromba: «No seas derrotista. Toca reinventarnos y, sobre todo, cambiar las relaciones de poder». «¡Ya, cómo que es fácil!», protesta mi amiga.
Las mujeres seguimos teniendo que pagar un precio demasiado alto por hacer lo mismo que hacen los hombres. Nosotras pagamos dos peajes: uno, por transitar dentro, en nuestra propia psique y otro, por hacerlo fuera, en el terreno laboral y social. Y es tan extenuante que se entiende que mujeres con una gran formación acaben concluyendo que sacrificar su carrera es el único medio de sobrevivir en un mundo que nos carga de responsabilidades.
Si el siglo XX fue el siglo de la liberación de la mujer, este debe ser el de la liberación de nuestra psique. Como dice otra amiga, «tenemos pendiente la re-evolución interior». Una revolución que nos permita desembarazarnos de los roles que la cultura machista nos sigue asignando: el de cuidadoras, dadoras, protectoras… No es fácil. Es dificilísimo luchar contra los patrones culturales que siguen marcándonos. El peso de siglos de patriarcado no se aligera en dos o tres generaciones. Podemos ser madres, directivas o ministras, pero seguimos condicionadas por la propia exigencia de hacerlo todo excelentemente bien y, por supuesto, sin desatender a los nuestros.
«Durante mucho tiempo quise ser superwoman, pero nunca llegaba. Sentía que todo lo hacía a medias, sin disfrutar plenamente de nada. Era estresante». «Yo me siento agotada de pensar que no estoy nunca en el lugar en el que me esperan los míos. Por eso, no me gusta que me digan que soy estupenda porque, en el fondo, sé que no lo soy porque no estoy cumpliendo sus expectativas». «Yo envidio a mi marido cuando se reúne con sus amigos y deja en la puerta del bar las facturas por pagar, los suspensos del niño, el Alzheimer de su padre… Yo estoy aquí con vosotras y me acompañan todas mis preocupaciones…» Las quejas de mis amigas se suceden en cascada. Como las mías. ¿Cómo las tuyas, querida lectora?
Los logros conseguidos en años de lucha han dado frutos, qué duda cabe: tenemos igualdad de derecho, pero, lamentablemente, no tanto de hecho. La negación de la desigualdad de género es una herramienta muy utilizada por el machismo actual: «ya habéis llegado, ¿qué queréis ahora?» La respuesta es muy sencilla: redefinir las relaciones de poder, de un lado para que más mujeres puedan llegar y, de otro, para que un mayor porcentaje pueda quedarse. El poder marca las prioridades sociales. Y mientras esas prioridades las sigan dictando mayormente los hombres, pocas cosas cambiarán. «Si estás, decides», suelo decirle a mis compañeras cuando las animo a participar activamente en la vida social, ya sea a través de un sindicato, de un partido político u ocupando cargos en la empresa privada. Porque mientras no nos hagamos un hueco en ese reducido grupo de poder que dicta las reglas de nuestra vida, seguiremos jugando en desventaja: «Me gustaría no tener miedo, pero lo tengo. Lo disimulo, me muevo en un mundo masculino y aparento. Supongo que ellos también lo tienen, pero son más llevaderos, más aceptados socialmente. Yo quisiera creer que no lo tengo más difícil por ser mujer, pero me engañaría», confiesa otra. «Yo me vi negando mi deseo de ser madre en una entrevista de trabajo y me avergoncé de mí misma, pero ¿qué podía hacer? Necesitaba ese trabajo», dirige su mirada al suelo. Hostilidad, paternalismo, discriminación por el hecho de ser la que pare siguen siendo habituales en la esfera profesional. ¿Es esto igualdad real?
La cena termina a altas horas de la madrugada. Hemos divagado mucho, pero una cosa nos ha quedado clara: que el siguiente salto que debemos dar las mujeres está íntimamente relacionado con el autoconcepto y la unión entre nosotras, con la creación de redes femeninas de apoyo que nos protejan para poder sentirnos libres para arriesgar, para liderar como mujeres, para poder llegar a las esferas de poder y quedarnos ahí. Libres de prejuicios, de dobles raseros, de exigencias agotadoras, pero, sobre todo, libres de las limitaciones que nos imponemos nosotras mismas. ¿Lobotomía? No, hay algo mucho más efectivo: la educación en igualdad. Pero tenemos que estar donde se toman las decisiones para que eso sea una prioridad en la agenda política y social.
Porque si estás, decides. Si no, alguien decidirá por nosotros.