“Tú lo que tienes es mucho yo y muy poco poco ego”. Le dije el otro día. Su talento tan mudo, su frutal compostura. Su cámara de fotos, sus camisas planchadas de almidón.
A menudo la batalla entre el yo y el ego resulta encarnizada. Hay egos hipertróficos que un día se miraron al espejo y se sintieron la reina, modernas de pueblo y resplador de verbena de agosto con mozos muy borrachos que les bailan el agua al nivel de los pechos y vomitan y magrean con miradas bovinas.
Hay yóes que apenas levantan el dedo y se dejan hacer como los buenos vinos, en las cavas silenciosas de la soledad, ese lugar sin espejos donde uno se ve el rostro apenas cuando llueve y se hacen charcos.
Los egos inflamados pasan por la vida como un vendaval, sin dedicar un vistazo a los yóes, salvo cuando los necesitan para apuntalarse a sí mismos y sus proyectos. Y no importa si hace unas horas te dieron una coz. Ellos piden y piden “porque yo lo valgo”. Y asumen que se les dará porque están convencidos de que el mundo entero cae rendido a sus pies, enamorado de sus encantos de serrín con brillantina.
La post-retromodernidad apuntala el ego y aplasta el yo. Eres el ruido que logras generar (yo misma tengo más éxito si cuelgo una foto en mi muro de FB de mis zapatos que una reflexión sobre los egos). La televisión está llena de reyezuelos y reinonas vulgaris que gritan y sacan sus plumas de plástico y el público ruge de placer. Es más fácil empatizar con el tarugo, que nos queda más cerca, pienso yo. El discurso templado, bien urdido, aburre a las ovejas. En el país de los lerdos el escote y las caderas al son, las frases rutilantes sin sentido, el abracadabrismo, la exaltación de lo poco como si fuera un tesoro etrusco, se me ocurre (y no le pongo verbos a la frase, no sea que alboroten en exceso).