“Cada tarde, al filo del anochecer, hacía el mismo ritual. Tras un largo baño, lleno de espuma con aromas florales, se ponía sus mejores galas. En ocasiones olía a rosas, otras veces a jazmín o peonías, pero siempre el aroma de una hermosa flor envolvía su cuerpo. A pesar de que hacía años que no se compraba un vestido, todavía podía lucir alguno impoluto. Se engalanaba con bisutería fina que hacía pasar por alta joyería. Y, por último, se pintaba los labios de un rojo vibrante. Su adorado Rouge Allure Velvet de Chanel estaba ya en las últimas, pero intentaba aprovecharlo al máximo. Pronto tendría que volver a la perfumería, donde una agradable dependienta (cómplice de su desdicha) le regalaba un montón de muestras de labiales y de perfumes. Tenía un cajón lleno de ellas, pero ningún otro le hacía sentirse tan guapa como ese rojo de Chanel.
Antes de que el sol hubiese desaparecido en el horizonte, bajaba a la estación de ferrocarril. Estaba a sólo cuatro o cinco manzanas de su casa, así que el paseo era corto. Una vez allí, se sentaba en uno de los bancos próximos al andén. En ocasiones llevaba algún libro y pasaba el rato enfrascada en la lectura. Cuando oía el sonido de un tren que se aproximaba, su corazón comenzaba a acelerarse. Unos dientes como perlas relucían bajo su sonrisa casi infantil. Comenzaban a bajar los viajeros y ella esperaba, expectativa, con el corazón en un puño. Se levantaba de su asiento y se aproximaba al andén. Hombres de negocios con sus maletines, sus trajes con corbata y sus móviles pegados a la oreja. Jóvenes universitarios con sus mochilas regresaban de la facultad de una población cercana. Algunos reencuentros efusivos, con besos apasionados. Algún niño pequeño, cansado por el viaje, dormitaba sobre el regazo de alguno de sus progenitores. Un bullicio de gente que duraba apenas cinco minutos, hasta dejar la estación sumida en un silencio casi tétrico. Hasta que no estaba convencida de que habían bajado todos los viajeros del vagón, ella no se iba. Cuando la última persona había desaparecido a lo lejos, se daba por vencida. Las perlas desaparecían de su boca y con la cabeza baja y la mirada triste y vidriosa, volvía caminando a casa, bajo la luz de las farolas que ya habían comenzado a iluminar las calles.
Otro día más. ¿Habría perdido su tren?
Quizá mañana…”
Este es un pequeño relato que escribí hace ya algún tiempo. Simplemente, una reflexión sobre si realmente a veces perdemos el último tren. O, como yo creo, siempre hay otro tren que nos lleve a cualquier parte.
Al menos, la esperanza es lo último que se pierde…