El árbol estaba a unos ocho metros de mi posición y pensé que no me costaría llegar a él para refrescarme y ponerme a salvo de los rayos del sol que picaban como puntas de cuchillos en mi piel. No recordaba cuánto había caminado, pero mis zapatillas me daban una pista de que el camino no había sido agradable. El cielo no estaba del todo limpio, sino que una capa de tierra fina lo cubría como si los dioses hubiesen corrido una cortina para impedir que nosotros los observáramos en sus actos más mundanos.
Seguí hacia delante con la vista fija en el grandioso árbol que me aguardaba con las ramas desplegadas en un abrazo pendiente de dar. A pesar de que no llevaba mochila alguna el peso en mis hombros era real. Notaba cómo se me pegaban las asas de la mochila en mi piel, el sudor en mi espalda y la brisa que transcurría entre ellas, refrescándola. Sin embargo, cuanto más avanzaba hacia el árbol más pesada era la carga que llevaba encima, más sentía el crujir de mis huesos quebrarse. Era tan grande el peso que agarré las asas de la mochila y me incliné hacia delante, pero ahora no era solo el peso sobre mi espalda, sino la fuerza de un vendaval que venía en mi contra.
Logré dar unos pasos que dejaban unas huellas de mamut en el suelo polvoriento. El cielo ahora no estaba cubierto por una cortina sino por un grueso tapiz bizantino donde los únicos colores empleados eran el naranja, el rojo y el marrón. La brisa que antes recibía con entusiasmo se convirtió en un aire inflamable. El polvo se introdujo en mis orejas, en mis fosas nasales bajando por mi garganta donde formó una bola que me impedía siquiera suplicar, se pegaba a mis dientes y a mi lengua, mientras me arrastraba por el suelo con la mochila aplastándome los pechos. Miré al cielo en busca del Pantocrátor severo y por una fracción de segundo contemplé la destrucción convertida en ramas, polvo y fuego antes de que mis ojos se derritieran.
Desperté. Todo había sido un sueño.
Estaba en una cama de hospital. Había un olor ácido y metálico en la estancia. Un millar de zumbidos producidos por máquinas con cables que se clavaban a mis brazos y mi pecho. Un aire helado y artificial que penetraba por mi nariz. Era de noche porque la cortina de la única ventana estaba cerrada, pero no impedía el paso de una franja de luz anaranjada proveniente de la calle. Miré a mi alrededor para así reconocer el lugar, sin embargo, una náusea llegó hasta mi esófago y creí que el techo y las paredes iban a caerme encima. La medicación que me habían administrado y el tiempo, desconocido para mí, que había pasado postrada en aquella cama entumecieron mi cuerpo.
Moví los dedos de los pies; luego, los de mis manos. Subí hasta mis piernas y mis brazos, hasta mis caderas, mi pecho y mis hombros. Sin embargo, pronto descubrí que aquello solo era un recuerdo porque mi cuerpo ahora era una masa inerte. Incluso mis cuerdas vocales se negaban a emitir sonido alguno y me sentí atrapada en aquel montón de carne y huesos que empezaba a descomponerse emitiendo un olor putrefacto. Un líquido rojo y pegajoso mojaba la cama con tropezones de músculos, venas y piel. Solo podía mover mis ojos que daban vueltas de un lado a otro de aquella habitación y que contemplaban cómo la masa líquida y gelatinosa en la que me estaba convirtiendo se iba por el sumidero.
Desperté.