Si Mads miraba a lo lejos podía ver entre la neblina una luz roja parpadeante proveniente del primer ferri que llegaba tras cinco días sin comunicación marítima, desde la península danesa hasta la isla de Sonja. Todo lo demás era una amplia pared gris luminosa que obligaba a entrecerrar los ojos. El fuerte viento de los días anteriores tiró la pajarera que había aguantado en pie aquellos años, desde que Freyja se instaló en la isla, soportando lluvia, nieve, viento, sol, pájaros, ataques de otras aves y un golpe al dar marcha atrás con la furgoneta.
La pequeña isla al noroeste de Dinamarca parece un botón descosido en un impecable traje. No tiene puntos de interés históricos ni arqueológicos, no se encuentra ubicada la sede de una compañía tecnológica importante, ni siquiera tiene un plato típico. La isla es útil únicamente porque sirve de punto de conexión entre Dinamarca e Islandia. El modesto puerto recibe martes y domingo los ferris con personas que, con la misma, se suben a otro barco que les llevará a su destino. La tienda de suvenires tuvo que cerrar. Allí trabajaba Mads desde que llegó hace diecinueve años. La dueña de la tienda, Greta, y su marido, lo acogieron en su casa hasta que pudo instalarse medianamente bien en la cabaña de su abuelo; esto fue cuando pudo desatascar la chimenea y encender un fuego para calentar agua y comida.
La idea de poner una pajarera a la entrada de la casa fue de Freyja. La primera noche que pasó junto a él como su mujer en aquella cabaña le quiso dar su toque personal y se le ocurrió poner una casita para pájaros. Mads se mostró encantado delante de Freyja. Sin embargo, se avergüenza en recordar que en un primer momento le pareció una soberana estupidez y una cursilería propia de la gente de la península, acostumbrada a pensar en la soledad de las islas y de su naturaleza como algo idílico e inalcanzable. ¿Qué pájaros se irían a posar allí? Ahora se da cuenta de lo duro que debió de ser para ella mudarse a la isla con una sola maleta con ropa, dos pares de botas, sus materiales de diseño, un reloj de pulsera y un marco con la foto de boda de sus padres. Podéis estar seguros de que Mads pensaba que lo único que necesitaría en aquella isla era a él y con eso debía bastarle. Había pasado mucho tiempo solo en aquella casa a la que se mudó cuando con veinte años otra mujer lo dejó y, como muchos hombres en su juventud, se entregan a la locura.
Freyja apareció por la tienda de suvenires un martes, un día de la semana extraño porque no es lunes ni viernes, pero tampoco miércoles. A pesar de que cargaba dos maletas se paseó por la tienda que estaba abarrotada de objetos sin rozar un solo llavero y cuando fue a pagar una bola de cristal con la imagen de la isla en su interior, le dijo la siguiente frase cutre para ligar:
—¿Qué hace un chico tan guapo como tú en un sitio tan aburrido como este?
Ella sí que era guapa. Piel aterciopelada, nariz y mejillas encendidas por el calor sofocante de la tienda, pelo rubio platino casi blanco, ojos de un color azul marino parecido a las aguas tormentosas. La diosa vikinga que le extendía una bola de cristal y que al cogerla rozó el dorso de su mano.
Volvió el siguiente martes de Islandia y compró doce postales. Al mes siguiente llegó la primera dirigida a Mads y este le respondió. Así pasaron otros once meses hasta que en la duodécima Freyja aceptaba la invitación de Mads de ir a vivir con él en la isla.
Al principio Freyja quería ir a unos grandes almacenes donde había visto una pajarera muy bonita, podrían ir en el ferri el martes por la mañana y regresar por la tarde, pero Mads le dijo que él se la haría con sus propias manos. Sería su regalo de bienvenida. Reuniría unos cuantos trozos de madera de la propia isla, más resistentes que las tablas que venden en los grandes almacenes, y ella podría encargarse del diseño. Conocía buenos sitios en la isla donde obtener madera. Madera para hacer muebles, reparar ventanas o tallar objetos. Algunos de esos objetos los vendía en la tienda de suvenires. Con el tiempo logró tallar una imagen casi perfecta de la isla, aunque diría que los acantilados de Jolyek eran más verticales. También tallaba animales, muñecos, barcos; una vez se atrevió con el cuerpo desnudo de una mujer recostada. Desperdició muchos trozos de madera en la tarea de tallar a su Galatea, pero luego los reconvirtió en otras partes del cuerpo.
La última vez que vio a Freyja fue el día después de su última discusión, que también versó sobre la pajarera. Se llevó la misma maleta con la que vino y dejó todo limpio de ella, como si nunca hubiese habitado allí. En realidad el golpe con la furgoneta no fue un accidente, ni tampoco ocurrió cuando daba marcha atrás. Mientras veía la luz roja parpadeante del ferri rumbo a Dinamarca con Freyja en su interior, Mads aceleró el vehículo embistiendo la pajarera que se mantuvo en pie a pesar de que doscientos caballos se le vinieron encima. Desde aquel día, que fue el resultado de meses de malas caras, reproches, burlas, enfados, Mads no ha sabido nada de Freyja. Muchas han sido las noches en que se ha visto tentado a llamarla, pero de un tiempo para acá apenas se acuerda de ella. Lo único que le quedaba era la pajarera que va camino de convertirse en partes de mujer.