El sol se esconde
pero me niego a salir.
Mecida por el movimiento tranquilo
de las olas
floto sin moverme,
relajada.
La brisa me acaricia la cara
y la piel que asoma
sobre el agua.
Bajo ella, ahogadas,
todas las preocupaciones.
Abro los ojos y observo el cielo.
Su color azul intenso me atrapa.
Las nubes me arrullan
con la esponjosidad de sus formas.
Solo cuando siento
que he tenido suficiente,
que mi alma se ha empapado,
que mi retina ha absorbido
todo el azul,
salgo.
Camino despacio,
no quiero desprenderme
de esta paz.
Arrastro las manos
sobre la cresta de las olas.
Pongo un pie
sobre la arena mojada de la orilla.
Me doy la vuelta.
Observo la inmensidad
del mar.
Mi mar.
El semicírculo que se forma
en el horizonte
me trae la sensación
de volver a la Tierra.
Me niego a irme.
Algo me atrapa.
Todo me atrapa.
Una brisa fría
me azota el cuerpo.
Ando rápido hacia la arena.
Su calidez resbalando
entre mis dedos
me templa la sangre.
Me tumbo sobre ella
deslizo mis manos
sobre su suavidad.
Sonrío. Soy feliz.
Su maravillosa y contradictoria
textura compacta y acolchada.
Relajada y feliz me duermo
en esta playa que es mía
y nadie más puede pisar.
Los primeros rayos de luz
me despiertan.
Me siento frente al horizonte
y espero paciente.
El sol empieza a aparecer
para dominarlo todo con su luz.
Menguado por la fuerza del agua se
deja admirar.
Cuando brille fuera del mar
ya nadie podrá
sostenerle la mirada.