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Vida


 

La vida le perseguía y ella no se daba cuenta. La esquivaba, inconscientemente; a saltitos, a trompicones. Lo que ella llamaba “su vida” no lo era. Era un sucedáneo. Sin alegría, sin chispa, sin amor. Un símil de vida. Robotizada, se movía cual títere, pero no vivía. Como un pajarillo encerrado en una jaula que al cantar parece feliz; pero no lo es. Vivía como en una vieja habitación de hotel, sin vistas. Una habitación impersonal, sin nada que la haga parecer suya.

Y la vida se empeñaba en ofrecerle regalos que ella rechazaba una y otra vez. Con las anteojeras puestas, como los caballos. Mirando solo al frente, sin desviar la mirada, sin disfrutar el paisaje, no vaya a ser que al descubrir nuevos campos se desvíe del camino.

Y la vida se empeñaba en perseguirla y ella seguía sin darse cuenta.

No levantaba la vista al cielo para fascinarse con un amanecer. No veía que cada día era un cielo nuevo. Y cada nube única, sin repetición. Que la tierra se movía sin pausa y, aunque ella se quedase quieta, rotaba con ella también. Solo debía elegir si quería ver moverse las nubes o moverse con ellas. Nada más. Una simple elección.

Y la vida se empeñaba en enviarle mensajes. Mensajes por doquier; mensajes subliminales. Y ella pasaba de largo y seguía su camino. No veía porque no observaba. No vivía porque no disfrutaba.

Y la vida se le iba escapando a cada minuto y no se daba cuenta. Cada suspiro era un soplo de vida que se iba. Y no había vuelta atrás. Porque la vida es vida si eliges vivirla o puedes morir en el intento si no te mueves. Pero esto no lo comprendió hasta que disfrutó de un amanecer que la hizo despertar. Y miró, no vio. Y escuchó, no oyó. Y habló, no calló.

Y la vida se empeñó en que viviese. Y que viviese feliz.

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