Y de pronto me tropecé con mi yo de ayer. Nos miramos un instante a los ojos y casi no me reconocí. Algo había cambiado en el fondo de aquella mirada.
Las llamas de grandes fuegos habían dado paso a pequeñas brasas que, sin llegar a quemar, todavía mantenían su calor.
Las grandes olas embravecidas se habían reconvertido en un mar en calma.
Parecía haber desaparecido la osadía, dando paso a la templanza.
La falsa confianza en sí misma se había convertido en una serenidad real.
Aún se veía brillar la pasión en el fondo de sus ojos y la curiosidad se mantenía intacta.
Reconocí cierto rasgo de rebeldía, pero el tiempo lo había suavizado.
Y buscando entre las arrugas comprendí que, en realidad, no había cambiado tanto.