Hay momentos en que necesito el calor de mi familia, su compañía, su apoyo en silencio, o su ruido conocido, que irrita, pero que a la vez me llena de la calidez de lo vivido y de lo incondicional.
Hay momentos en que necesito volver a mi refugio, el inamovible, el que siempre permanece. Del que salí huyendo de joven para alimentar mis ansias de experiencias y al que vuelvo para reponerme cuando mi alma se desgasta de tanta vida en la distancia.
El calor de mi familia, el olor de mi hogar, los paseos fríos que purifican… las risas de quienes compartíamos curiosidades en la infancia; ese es el calor que cura mis dolores y me ancla en tierra firme, cuando la que me sostiene se transforma en movediza y comienza a engullirme despacio.
Estas Navidades con ellos han sido mucho más que un puro encuentro, han sido el alimento para recobrar fuerzas, apaciguar mi corazón, que a veces se dispara y volver a entrar en el túnel de mi “yo”, el de verdad, no ese que vas construyendo desviado y fuera de tus cimientos.
Ahora regreso a mis días de siempre, aunque ya no lo sean nunca más, vuelvo al mismo sitio pero sintiéndome distinta, con pensamientos que me provocan emociones más auténticas y alineadas conmigo.
Dar las gracias sería muy poco para todo lo que consigo a cambio, cuando estoy con ellos. Al 2020 simplemente le pido que estén conmigo y ojalá que sea así por muchos muchos muchos años más…
¡Feliz año!