Cada día la vida pasa más deprisa. Y no, no me refiero a que vea pasar mi vida más rápido por haber cumplido cierta edad, sino que todo el mundo vivimos corriendo, mirando el reloj. Por suerte, los más niños aún no tienen conciencia del tiempo, sin embargo, por desgracia, cada vez les estamos contagiando más y a más temprana edad nuestras ansias por llegar cuanto antes a no se sabe dónde. Galopamos sin destino, como un caballo que huye despavorido. O pensamos que tenemos un sino, pero no es el que nosotros habríamos elegido si en algún momento hubiéramos detenido nuestra carrera, nos hubiéramos mirado, nos hubiéramos pensado y nos hubiéramos sentido.
Es por eso que llegamos, más o menos pronto, sin haber saboreado el proceso, y, bueno… ¿ahora qué?. Nos encontramos con un todo lleno de nada, un vacío espeluznante que nos empuja a volver a emprender la marcha, otra vez a correr y, seguramente, otra vez sin saber hacia dónde. Otra vez reinará la impaciencia y la ansiedad.
Vamos por la vida como dando tumbos, deshumanizando a las personas, personificando a los objetos. Todo el mundo habla de pequeños detalles, pero nadie los regala. Muy poca gente emplea su tiempo en sorprender al otro, es más cómodo gastar el dinero que no tienes en un gran y vistoso regalo que, tarde o temprano, se perderá en el olvido.
Y así, no nos damos cuenta de que, eso que tanto necesitamos, no es aquel caro presente o aquella inmensa casa, sino que lo que tanto añoramos es el tiempo. Ése que cuanto más lo perseguimos, más rápido huye, más se nos escapa de los dedos. No terminamos de entender que la clave no es correr ciegamente, sino detenerse, respirar hondo, mirar alrededor y observar todo y a todos los que nos rodean, coger de la mano a esas personas, sentirlas, bailarlas, cantarlas, disfrutarlas. Y sí, entonces el tiempo parecerá que vuela, incluso puede que sintamos vértigo, pero siempre quedará retenido en esos buenos recuerdos que habremos generado, en esas vivencias que nos habrán llenado y formado el corazón. Ese tiempo vivido ya no se esfumará, siempre estará ahí formando parte de nosotros y podremos recurrir a él siempre que queramos o lo necesitemos. Entonces, sólo entonces, habremos encontrado nuestro destino, el que realmente nos llene, el que nos haga felices y, en cierta manera, habremos alcanzado esa ansiada eternidad.
Persiguiendo al tiempo.
