Ella corría bajo la lluvia. Los carros pasaban sobre la calle, salpicándola de agua de pies a cabeza. Cada paso que daba, estaba acompasado por el sonido torpe y elocuente del agua en sus zapatos.
-“Justo hoy tenía que lloverme el cielo entero encima, justo hoy que lo veré por última vez. El recuerdo que tendrá de mí será el de una mujer de pelos embarrados y sopa en los pies”- se decía.
Pero ella seguía corriendo, intentando llegar a tiempo a esa no tan esperada cita. Le dolía. Le dolía en alguna parte del cuerpo que no podía ni quería identificar. Saber que él ya no pertenecería a su rutina diaria, que su cuerpo nunca volvería a oler ni a saber a él después de esa noche. Le escocía la piel; pero ella quería verlo, despedirse y dejar en su recuerdo, el mejor de ellos.
Llegó a esa pequeña casa verde esmeralda que tantas noches la vio dormir entre sus brazos. Tocó el timbre y espero ansiosa bajo el pequeño techo que la casa le ofrecía. Escuchó sus pasos y su corazón se lleno de expectación, como cada una de las veces que se encontraba con él. Y ahí lo vio, tan él, tan sencillamente él.
Abrió la puerta con una gran sonrisa cómplice. Ella entró rápidamente a la casa, disculpándose con palabras atropelladas por el agua que iba dejando a cada paso que daba, pero cuando él cerró la puerta de la casa y el ruido ensordecedor de la calle se apaciguo y sus sentidos se llenaron de su aroma, nada importó. Ni un monzón, ni un diluvio, ni un huracán, podrían haber impedido que ella se aventara contra él, estampando su cuerpo húmedo -y ya no solo por la lluvia- para besarlo con pasión y casi casi, con desesperación.
Él respondió a su beso con tanta o más intensidad de la esperada. Subieron las escaleras entre tropezones y risas, sin dejar de besarse, hasta llegar a su habitación. Ahí, él le quitó el vestido veraniego empapado, dejándola en ropa interior blanca.
Ella cayó a la cama, sin dejar de verlo y admirarlo al pie de la misma, mientras se quitaba la camisa. Le encantaba; la hacía fantasear las cosas más alocadas que ni ella se creía capaz de imaginar; cada músculo, cada poro, había sido suyo y hoy lo sería por última vez.
Él se unió a ella en la cama, besándose, saboreando y comiendo de sus bocas sin poder parar.
Él tocó su pecho por debajo de la ropa interior, pellizcando sus pezones con los dedos, haciéndola gemir . La espalda arqueada de placer, le dio oportunidad de besarla en el cuello y así, poco a poco su boca fue bajando por su pecho, descubriendo y jugando con sus pezones, dejando besos por su abdomen, hundiendo la lengua en su ombligo, mientras dejaba un rastro de humedad a su paso.
Ella sabía adonde iba. Conocía del camino y el destino final.
Cuando empezó a sentir esa presión concentrada en su vientre, supo que el viaje sin regreso estaba cerca. Y así fue. Sus músculos contraídos solo le rogaban por sentirlo dentro de ella por última vez.
Como le fue posible entre su propio estupor y la nostalgia de ya extrañarlo, le quitó la ropa que aún le quedaba casi con devoción, con cuidado y esmero, alargando el “adiós”. Sin más, se subió sobre sus piernas y así empezaron ese baile íntimo y acompasado que habían aprendido a bailar. No solo sus cuerpos se tocaban, también sus ojos se sentían, sus almas se miraban y sus anhelos hablaban. Sabían que este encuentro no era casual. Eran almas viajeras de tiempos y vidas, donde este baile había sido bailado en antaño, pero en este tiempo y espacio, su encuentro había sido breve, intenso y fugaz
.
-“Hasta la próxima”- gritaban sus cuerpos y su voz sin más.