Los sitios guardan memoria. No sé si para todos; apostaría el gato de Cheshire a que hay gente que tiene alma de serpiente y va dejando la piel en el camino, renaciendo cada tres segundos sin memoria; como aquella Doris de Nemo, tan azul y tan hueca; a mi en el reparto de lo de serpiente no me tocó lo de dejar la piel en el camino, sino lo de dejar-mella en lo que importa, pero ese… es otro tema.
Para mí los sitios sí guardan memoria. A veces como un tesoro escondido, con el que tropiezas sin mapa, y es como mil monedas de oro de un sólo golpe; otras, guardan memoria como quien guarda rencor, almacenándola para lanzártela a traición, con alevosía _de la nocturnidad prescinden, doy fe, porque no tienen horario (ni fecha en el calendario, que diría la canción)
De todos ellos, mi preferido es el pueblo donde pasaba los veranos de mi infancia y mi juventud; aquel en el que un paseo de apenas dos kilómetros parecía llegar al infinito; en el que la arena, de esa negruzca que se te quedaba pegada al cuerpo, guardaba más vida que cualquier arena fina de alguna paradisíaca playa; donde uno se bañaba a las dos horas de haber comido, pero no salía del agua en las cinco siguientes y el frío no existía… el frío no existía, no, ningún frío existía. Un pueblecito de esos de costa que no aparece entre los lugares con encanto de la guía de moda, pero que tú siempre recordarás con el encanto que le dan los ojos de niña a todo.
Allí he estado unos días este verano y he vuelto a ver aquel cine al aire libre, donde ponían dos películas a la semana y te sentabas a comer pipas con la sensación de estrenar experiencias; allí he vuelto a ver a la pandilla, Madrid, Sevilla, Granada; y me he refrescado con una sangría dulzona a la orilla de un mar negro con la luna alumbrando a medio gas; allí he visto doscientas estrellas caer un doce de agosto venciendo el relente con el calor de la amistad. Allí he encontrado un faro que a veces es mi norte y mi guía; me he enamorado, desenamorado y dejado que me enamoren. Allí, hemos sido tahúres del cinquillo y del continental, invencibles frente a la siesta a base de café con hielo. Y al caer el sol nos hemos vestido de bonito, atravesando los dos kilómetros una vez más, para engañar a la noche con la piel morena y el alma aún intacta.
Todo eso lo he vivido este verano; a pesar de que no he vivido nada. Porque mi pueblo ya no es el que era, o quizás ahora es el que siempre fue (sí, dos kilómetros son, simplemente, dos kilómetros cuando te haces grande, y el infinito jamás volverá a ser una unidad de medida). Pero es lo que tienen los sitios que guardan memoria, que atesoran tus recuerdos y, al volver a ellos, te sientes como en una de esas películas infantiles de fantasía, de mundos paralelos, donde el real esconde una puertecita por la que se accede a un universo de magia.
Y, en ese universo de magia, mi cine de verano al aire libre, sigue en pie, proyectando aquella película de besos en una sesión ininterrupida a pesar de que, en su lugar, ahora se levanta un bazar chino que vende de todo menos arena negruzca que se te pega al cuerpo y que guarda más vida que la arena de una playa paradisíaca. En ese universo paralelo, mi abuela sigue esperándonos en aquella mecedora que conserva su calor y con la que se asomaba a “la fresquita”. Y el verano vuelve a tener, una vez más, la cualidad de lo irrepetible por más que se repita.
Y a veces es tan vívida esa memoria, te habla tan al oído y por tu nombre, que te dan ganas de tocar a la puerta de aquella amiga o de aquel amigo a las cuatro de la tarde y decir “bajas?”. Y juro que aún hoy me cuesta saber qué es más verdad, si ese bazar chino que no vende ni venderá jamás arena o aquel cine de mi infancia que ya no existe.