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Un extraterrestre en mi cocina

Un extraterrestre en mi cocina | Woman·s Soul

Gertie sí lo ve. Porque existe.

Es un extraterrestre travestido y borracho (se ha bebido todas las latas de cerveza que ha encontrado). Un extraterrestre adorable, pequeño y desorientado. Y además, habla.

-¡Mamá, habla!

-Pues claro que habla, cariño.

Pero la madre de Gertie no lo ve. Está delante de ella, y es adorable. Pero no lo ve. Incluso lo golpea con la puerta de la nevera. El extraterrestre cae al suelo, con gran estruendo. Pero la madre de Gertie, no lo ve.

Y es que ella es joven, madre de tres hijos, uno de ellos, adolescente, además de Gertie y Elliot, el mediano, desorientado, también. Ella, está divorciada. El padre de sus hijos está en México, con otra.

Siempre atolondrada, inmersa en su vida y en las bolsas de la compra, atiende el teléfono: es el director del colegio de Elliot. Hay problemas. Elliot tiene problemas. Necesita llamar la atención constantemente. Y a veces, siente que es de otro planeta. Nadie lo ve.

Su madre es joven, guapa todavía, y trabaja fuera. Tiene una casa grande, tres hijos. Está sola. Además, hay un extraterrestre en su cocina. Y tiene que preparar disfraces para Halloween, sonreírle al mundo cada día, y pagar las facturas.

Es curioso, como en el cine abundan las madres así, alocadas, inmersas en su agobiada existencia. Nunca son conscientes de todo lo fantástico que tienen, delante de sus ojos. Quizás solo hay que querer ver lo que hay más allá de los problemas.

Cómo somos los adultos. No reparamos en la magia, qué va. Cine premonitorio, quizás.

A esta reflexión llegué viendo E. T., con mi hija, y sentí una profunda tristeza. También me invadió el abatimiento, con Los Goonies, algo impensable, hace apenas veinte años.

Encontré el mismo personaje, de mujer acelerada, madre despistada, hiperactiva, enferma de estrés, sin tiempo para ver, para mirar, para vivir.

La vida es cosa de los niños, y solo, al final de la película, llega la extraña moraleja, o la lección: lo extraordinario se hace evidente, entre naves espaciales o galeones piratas, por ejemplo. Entonces, los adultos escépticos, cáusticos, los ven, porque no tienen más remedio. Entonces la madre de Elliot, al despedir a E.T., es consciente y sabe que lo correcto era haber abrazado más a ese pequeño ser, que vuelve a casa. Esos pequeños seres que están en casa, hasta que se van.

Cuánto abatimiento al comprobar que son las mismas películas con las que soñaba de pequeña, y ahora, desde otra perspectiva, siento cosas distintas.

Es un fastidio crecer, y ser mujer, y madre, y sentirse abandonada, no por un marido que se vaya a México con otra (en mi caso no, y menos mal), eso sería demasiado simplista. El abandono es más profundo, y es el que sobreviene cuando es imposible conciliar hijos, trabajo, problemas, facturas, con la magia, con el disfrute, incluso, con el tiempo que se necesita para retomar una rutina aplastante después de un embarazo, un parto, un puerperio… y la desligazón, y el frío. Esta sociedad extraña, antinatural, que abandona y nos desahucia de nosotras mismas.

Quizás ellos, los papás, también sufren el desamparo, la incomprensión. No lo sé. Muchas son sus representaciones en el cine. Pero en esta ocasión, hablo de mí, o de cualquier madre. Y no quiero ser como la madre de Elliot.

No sé en qué momento ocurre, pero todas (todos), dejamos de ver a los extraterrestres que se inventan nuestros hijos, y que campan a sus anchas en la cocina.

Ilustración de Daniel Norris

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